jueves, 5 de agosto de 2010

Del Iluminismo a la Revolución



El presente ensayo es el nudo central del libro "El Mito de la Revolución Masónica", publicado en España por Nowtilus y recientemente en Italia por Marco Tropea Editore. Plantea el eje del desplazamiento de la Masonería Cristiana y su reemplazo por una visión liberal, atea y antirreligiosa que terminó por imponerse como un nuevo "mito" de la masonería moderna. Los antecedentes de esta etapa de la historia de la masonería pueden encontrarse en este mismo blog.

1.- El Mito de la Revolución Masónica

De todos los acontecimientos históricos sucedidos en Europa desde la fundación de la Gran Logia de Londres en 1717, la Revolución Francesa se yergue como el más grande desafío que enfrenta la masonología, dada la dificultad para dilucidar la verdad en torno a la participación de los masones en los hechos que conmocionaron la última década del siglo XVIII. Un profundo análisis histórico, la cita de las fuentes documentales y bibliográficas y la descripción del marco en el que estos se desarrollaron, ocuparía una biblioteca entera. Esta circunstancia nos obliga a circunscribirnos a la cuestión central cuyo objeto hemos anticipado.

Las acusaciones que pesan contra la francmasonería en cuanto a instigadora, ideóloga y partícipe primaria de las jornadas revolucionarias de 1789, tanto como de la agitación política dentro y fuera de Francia durante todo el proceso insurreccional, son tan antiguas como la propia Revolución.

Surgieron en medio del fragor de la lucha, impulsadas por libros, denuncias, folletines y panfletos de la más variada índole que, con notable éxito, condicionaron la opinión general en torno a la creencia de la participación activa de los masones en el terremoto político que cambiaría el rumbo de la historia. Es tradicional que se admita la existencia de un complot masónico contra el trono y el altar “...preparado de larga data, fríamente ejecutado al amparo de los altos grados... Es aquí que comienza, -según la expresión de Roger Priouret-, la falsificación del balance que orientará en adelante la forma en la que se va a escribir la historia de las logias...” Priouret denuncia una visión histórica deliberadamente falseada con el fin de cargar sobre la masonería y sus Altos Grados la planificación de la Revolución y la ejecución de sus crímenes.

Por lo tanto, abordaremos la tarea de dilucidar si la francmasonería en particular, o alguna otra asociación secreta contemporánea a la Revolución, era netamente hostil a la monarquía, a la religión cristiana y la Iglesia Católica.

Señala Dermengherm que han sido propuestas dos soluciones extremas. La primera niega toda vinculación entre las sociedades secretas y el desorden europeo que termino trágicamente con el siglo de los filósofos, mientras que la segunda, por el contrario, afirma la existencia de lazos muy estrechos entre la francmasonería y la Revolución.[1] La pregunta que hemos intentado responder es si estas acusaciones son ciertas, si hemos de creer a los que señalan a la acción de las logias como vector del clima de rebelión, como centros en los que se gestó la estrategia revolucionaria y a los masones como agentes del caos cuyo real objetivo era la destrucción del orden monárquico, la aniquilación de la Iglesia y la instauración de una República construida sobre la ruina de la aristocracia y el clero.

Confrontados los hechos, lejos de aceptar tal hipótesis, mantenemos una opinión en sentido estrictamente inverso: La Revolución Francesa no sólo fue la ruina de la antigua masonería sino también su verdugo. Lejos de constituir la nuestra una afirmación temeraria, creemos que tales acusaciones no responden a la verdad histórica y que –como señala acertadamente Colinón- la imagen que se hace de las logias del siglo XVIII es la proyección en el pasado de la batalla que opone a la Iglesia con la Masonería en los siglos XIX y XX. Del mismo modo acierta el investigador francés cuando afirma que los historiadores masones la difundieron “con tanta complacencia como sus adversarios”.[2]

Es por ello que si bien es cierta la prematura existencia de una insidiosa literatura antimasónica, que pretende hacer creer que los miembros de las logias simbólicas fueron engañados y manipulados hacia la acción revolucionaria por aquellos que conformaban los “Altos Grados” y que conocían los verdaderos alcances del plan, también es cierta la actitud de algunas Grandes Logias que alentaron –y alientan- la paternidad masónica de la toma de la Bastilla. Vastos sectores masónicos sostienen en la actualidad la importante participación de la francmasonería en la Revolución y llegan al extremo de afirmar, sin el menor pudor, que la Revolución tomó su divisa Libertad, Igualdad y Fraternidad de la francmasonería, cuando sabemos que esta sólo la hizo propia luego de la revolución de 1848.

¿Cómo se puede sostener esta aparente contradicción? Negamos por un lado la existencia de un complot masónico revolucionario mientras que por otro admitimos la presencia de masones en las fuerzas revolucionarias, asunto que ha quedado adecuadamente expuesto en los capítulos anteriores.

Pues bien; la posición más mesurada debería llevarnos a admitir que hubo masones en ambos campos y que, de hecho, muchos de ellos perdieron su cabeza en la guillotina a manos de sus propios hermanos. La Masonería Francesa –como institución- se encontraba no sólo dividida sino en estado de conmoción cuando se desató el vendaval. Circunstancia que nos vuelve a las reflexiones de Dermengherm cuando sugiere que hay que guardarse de toda solución seductora pero simplista... “Los hombres no siempre saben, necesariamente y con perfecta claridad, lo que hacen, y los acontecimientos, a veces, sobrepasan sus intenciones hasta llegar a contradecirlas...”[3]

La respuesta al enigma se vislumbra en la medida que aceptamos la existencia de masonerías y la ruptura del mito –usufructuado desde entonces por la masonería racionalista post-revolucionaria- creado para presentar al campo masónico como una unidad monolítica, una Orden que, doquier se manifiesta, participa de los mismos principios y persigue iguales objetivos. Esto es falso.

Partiendo desde la propia Revolución Francesa que nos ocupa, la historia demuestra que en la práctica tal unidad fue una utopía y que, en última instancia, seguir sosteniendo que la francmasonería fue artífice de la revolución constituye un error, nacido a la vera del cisma provocado durante el siglo XIX en el cual se quebró la francmasonería en dos. La realidad es que mientras la masonería cismática progresista alimentaba el mito revolucionario la masonería tradicional lo toleraba.

2.- Las acusaciones del Abate Barruel

Bastaron unos pocos años –cuando aun flotaba sobre los cementerios el grito agónico de las victimas del Terror y nadie sabía a ciencia cierta cual sería el destino de la Revolución- para que las voces indignadas y las plumas enardecidas por los crímenes clamaran su condena a la francmasonería, haciéndola colectivamente responsable del terremoto insurreccional que sacudía a Francia y a toda Europa. En apenas un lustro, la aristocracia y el clero francés habían sufrido el derrumbe absoluto de sus instituciones en medio de una tempestad política que nadie había imaginado ni en la más funesta de las pesadillas: El rey asesinado, la nobleza abolida y sus tierras confiscadas; las iglesias consagradas a la diosa razón; más de cuarenta mil franceses decapitados, ejecutados en masa a bala de cañón o ahogados por centenares en las barcazas atestadas de los famosos Baños del Sena.

El origen de la acusación de un complot masónico contra el trono y el altar hay que buscarlo en algunas obras editadas pocos años después del estallido de 1789. La más famosa –sobre la cual se construiría el mito durante los siguientes dos siglos- es sin dudas la escrita por el abate Barruel y publicada en Inglaterra en 1797 con el título Mémoires pour servir à l’histoire du jacobitisme. No fue la única; anteriormente, en 1792 el eudista Lefranc había publicado El secreto de las revoluciones revelado con la ayuda de la Francmasonería y La conjura contra la religión católica y los soberanos; otros panfletos serían publicados por Cadet de Cassicourt, Hoffman y el abad Proyart. Pero ninguna de estas obras alcanzaría la fama de las Memorias del abate Barruel.

Agustín Barruel, nacido en Villeneuve de Berg en 1741, fue el más implacable enemigo de la francmasonería a la que le dedicó 4000 páginas que serían leídas con avidez por generaciones. La obra, que originalmente estaba organizada en cuatro tomos, imputaba a la francmasonería de sostener principios revolucionarios en la política y de trabajar en pos de la destrucción de la religión. Barruel afirmaba que el origen de la masonería debía buscarse en la antigua herejía maniquea y en los templarios, haciendo renacer sobre éstos las antiguas acusaciones de Felipe el hermoso y Clemente V. Decía Barruel:

“...Su escuela completa y todas sus logias provienen de los templarios. Después de la extinción de su orden cierto número de caballeros culpables, habiendo escapado de la proscripción, permanecieron siempre unidos para la preservación de sus hórridos misterios. A su código impío añadieron los votos de venganza contra los reyes y sacerdotes que habían destruido su orden, y contra toda la religión que anatematiza sus dogmas. Formaban adeptos que se trasmitían de generación en generación los mismos misterios de iniquidad, los mismos juramentos y el mismo odio al Dios de los cristianos, de los reyes y de los sacerdotes. Estos misterios han descendido hasta Ustedes y continúan perpetuando su impiedad, sus votos y sus juramentos. El trascurso del tiempo y el cambio de costumbres han hecho variar una parte de sus símbolos y de sus sistemas espantosos; pero permanece su esencia, los votos, los juramentos, el odio y las conspiraciones son las mismas...”[4]

El éxito del líbelo y la sospecha generalizada de una acción promovida por las logias masónicas desde las sombras bastó para que quedara como cierta dicha influencia. Sin embargo, existen algunos antecedentes que merecen referirse. El primero de ellos se remonta a 1780, cuando Starck había acusado a la Estricta Observancia Templaria de ser una asociación sediciosa.

El segundo –tal vez el más importante- es el de la persecución desatada sobre los Iluminados de Baviera entre 1784 y 1787. Luego del Convento de Wilhelmsbab, el poder de los Illuminati había crecido a niveles intolerables para los estados en los que actuaban. Weishaupt había avanzado profundamente en su plan de “reunir en pro de un interés elevado y por un lazo durable los hombres de todas partes del globo, de todas las clases y de todas las religiones, a pesar de la diversidad de sus opiniones... hacerles amar este interés y este lazo hasta el punto de que, reunidos o separados, obren todos como un solo individuo...”[5]

3.- La sombra de Weishaupt

Parece evidente que los iluminados Bávaros lograron penetrar profundamente en el espíritu de muchos masones que desoyeron las tempranas advertencias y condenas de amplios sectores de la masonería alemana. En 1783, cuando aun no se habían apagado los ecos de Wilhelmsbad, la Gran Logia Madre de Berlín advirtió, mediante una circular, que excluiría a todas las logias que “...degradaran la francmasonería introduciendo en ella los principios del iluminismo…” No faltaron, incluso, los masones arrepentidos que se presentaron espontáneamente ante el Elector de Baviera para denunciar el carácter peligroso y subversivo de la organización.

Pero para entonces, la francmasonería francesa había virado hacia estructuras más democráticas que facilitarían la influencia bávara en sus cuadros. Este período democrático prerrevolucionario no dejó de constituir el ámbito ideal para que las ideas subversivas provenientes de las huestes de Weishaupt se enquistaran en las logias francesas. Las reformas introducidas por el Gran Oriente crearon condiciones adecuadas para que las políticas de infiltración de los Iluminados de Baviera pudieran ejecutarse con mayor velocidad. Todo parece indicar que los iluminados utilizaron a la francmasonería como instrumento de poder, pues en la orden bávara de Weishaupt encontramos el caso paradigmático de sociedad secreta que planifica meticulosamente el control del poder.

A diferencia de la francmasonería del Antiguo Régimen, centrada en los procesos iniciáticos de transformación espiritual, los illuminati perseguían como claro objetivo político el establecimiento de “un orden mundial cosmopolita sin estados, príncipes ni estamentos”[6]. Pero esta transformación en la concepción del poder no podía llevarse a cabo -en la opinión de los bávaros- de manera violenta ni mediante una revolución. Proponían una reforma moral, no necesariamente violenta. Weishaupt –señala Helmut Reinalter- rechazaba las revoluciones sobre todo porque “ella no hace las cosas mejores mientras los hombres continúen con sus pasiones, tal como son, y porque la sabiduría no necesita de la fuerza” y lo fundamenta citando al propio jefe bávaro cuando en 1799 escribe que “nunca había pensado en una subversión de los estados. Se trata por el contrario de crear nuevos intereses morales y, en general, actuar a través de la educación y de la propia perfección para mejorar el mundo futuro y de esta manera reprimir todos los abusos”.[7]

Estas ideas parecen apartar a Weishaupt de la violencia de los jacobinos. Reinalter sostiene que la orden de los iluminados –en tanto que asociación prerrevolucionaria- debe ser considerada de manera diferenciada de los grupos violentos que surgen luego, en especial del jacobinismo- puesto que “su objetivo de reforma social se dirigía contra la forma absolutista feudal, pero contemplaba la realización de un nuevo orden solamente dentro del marco del despotismo ilustrado, lo que excluía una subversión revolucionaria.”[8]

Sin embargo, y volviendo a lo atinente a su influencia en la francmasonería, los Iluminados de Baviera actuaban dentro de las logias como una verdadera sociedad secreta dentro de otra. Consideraban fundamental el estudio de la masonería, al igual que el de la orden de los jesuitas que tanto aborrecían. Copiaban y aplicaban la estructura de jerarquías y hasta el marco ritual de los grados masónicos; pero sus objetivos superaban ampliamente los perseguidos por los masones, puesto que estaban basados en un programa, férrea y orgánicamente ejecutado, mediante el cual proyectaban sus principios a la sociedad, cosa que la masonería, en esa época, no propiciaba. Pero que sin dudas lo haría luego.

De manera que para los iluminados los rituales estaban subordinados a un fin político superior, concebido como la transformación política de la sociedad. En su esquema –y tal como hemos señalado al describir su estructura interna- la masonería conformaba un orden de segunda clase, pero sin dudas una etapa fundamental en la que el iluminado era integrado al vasto plan de infiltración sistemática de las logias. Cuando el illuminatus era presentado a la iniciación masónica ya tenía claro cual era el objetivo de su presencia en las logias. Pese a los enormes esfuerzos desplegados por las Grandes Logias en denunciar este plan, el nacimiento de una masonería post revolucionaria que reclamaría para sí un claro rol de trasformadora de la sociedad que integraba, asumiéndose como inspiradora de las grandes revoluciones democráticas de fines del siglo XIX hace pensar en una política exitosa por parte de los bávaros.

La subordinación de los aspectos iniciáticos y rituales de la francmasonería en aras de su rol político sería una constante del siglo XIX. También sería la causa ultérrima de los cismas que fragmentaron la unidad masónica y dieron nacimiento al mosaico actual.

Cuando los dirigentes de la masonería constataron la efectiva existencia de un plan de infiltración por parte de los bávaros se desató un sentimiento de indignación. A partir de allí se intentó enfrentarlos y expulsarlos de las logias. Fue en ese marco cuando se dio a conocer la ya mencionada Declaración de la Antigua Gran Logia Madre Los Tres Globos Terrestres, en Berlín, a todas las ilustres y honorables logias masónicas con ella relacionadas dentro y fuera de Alemania fechada el año 1783 y que dice lo siguiente:

“Réprobo es el masón que socava la religión de los cristianos y que degrada la elevada y noble masonería, transformándola en un sistema político y que no se avergüenza en hacer tal cosa. No hay que olvidarse del peligro que esto supone, ya que tarde o temprano se provocará el brazo secular que atacará a toda la masonería. ¡Fuera con tales malvados!”[9]

En 1785, la Orden de los Iluminados de Baviera fue disuelta, pero para entonces contaba con el apoyo incondicional de numerosos masones influyentes, entre ellos Bode, que convenció al príncipe von Gotha para que protegiera a Weishaupt y a los principales líderes de la organización asilándolos en su propia corte. La alarma creció en los años inmediatos a su disolución en la medida que los nombres de destacados filósofos, académicos y magistrados comenzaron a asociarse con la acción política de la secta. Se calcula que para entonces los iluminados contaban con más de 600 miembros, aunque resulta difícil establecer cuantos masones –sin pertenecer a la secta- comulgaban con sus principios.

Estos hombres, reclutados entre los niveles más altos de la intelectualidad alemana y la aristocracia ilustrada, se comprometían a una obediencia absoluta, juraban luchar contra la superstición, la maledicencia y el despotismo; asumían como fin apoderarse de todos los poderes del Estado y despreciaban todas las religiones por considerarlas irracionales, carentes de fundamento y un instrumento de dominación y sometimiento de las voluntades.

Weishaupt no cesó su actividad durante su exilio en la corte de von Gotha; por el contrario, su vínculo con masones de renombre creció en forma constante hasta su muerte. La amplia red tejida por los iluminados alcanzó a personalidades relevantes y sirvió de modelo para otras sectas, igualmente lideradas por masones, que se constituyeron en centros de conspiración política antes, durante y después de la Revolución Francesa.

Dos de estas organizaciones merecen una mención particular. La Orden de los Evérgétes, enrolada en el movimiento revolucionario prusiano, definida por el historiador Emilio Corbière como “…el eco y el alma de la Revolución Francesa, de las fuerzas políticas, sociales, morales y económicas que desató en el mundo la Gran Revolución de 1789…” Fundada en 1791 en Silesia, contaba en sus filas al célebre masón Fessler, junto a importantes funcionarios prusianos, escritores y publicitas de la revolución, todos ellos de activa filiación masónica, entre los que cabe mencionar al magistrado Zerboni, el escritor Hans von Held, el alto oficial prusiano von Leipziger y, en especial, el profesor Elsner, perteneciente al círculo más intimo de Hegel, cuyo nivel de contactos con los masones iluminados es abrumador[10] .

El 1797 los mencionados Zerboni y von Leipziger fundaron otra sociedad político-masónica secreta con base en la logia de Glogau a la que denominaron Tribunal de la Sainte-Veheme –una denominación que aun se utiliza en el grado 31 del Rito Escocés Antiguo y Aceptado- cuyos objetivos eran denunciar los abusos y actos de los absolutistas, trabajar a favor de la libertad política y por la no intervención militar alemana en Francia.[11]

Del mismo modo que se sospecha de la actuación de Hegel en los círculos vinculados a los bávaros, también podemos mencionar a Holderling y a Fichte, que llegó a ser acusado de iluminado por las autoridades de Jena y vigilado a causa de su libro Filosofía de la Masonería.

Sin embargo, las verdaderas causas de la destrucción y disolución final de los illuminati estaban en su propia doctrina. Desde sus comienzos, la sociedad se dividió en tres clases: Una suerte de noviciado, un compañerismo y un maestrazgo a semejanza de las estructuras masónicas. Los individuos que adherían a la secta debían jurar una obediencia ciega a sus superiores. Se les obligaba a una confesión oral y una suerte de resumen mensual en el que debían analizar su propia conducta, pero también la de sus compañeros.

Este sistema degeneró rápidamente en la delación y el espionaje, cuestión que provocó el disgusto de muchos miembros, entre los que cabe señalar a numerosos masones que se habían alistado en las filas de Weishaupt.


4.- El testimonio de Joseph de Maistre

Hemos reservado para esta instancia de nuestro relato a uno de los personajes más singulares de la masonería del siglo XVIII, protagonista de la convulsionada etapa que comenzó con la transformación de la Estricta Observancia y culminó con el aniquilamiento de la antigua masonería y el advenimiento de un nuevo siglo en el que la masonería europea abrazaría la revolución.

Joseph de Maistre –de él se trata- es un caso paradigmático en la compleja trama que subyace tras el fenómeno masónico en el final del siglo XVIII. Constituye un problema para los católicos antimasones, pues si hay algo que está fuera de toda sospecha es justamente el compromiso de Maistre con la Iglesia Romana. Del mismo modo es un problema para los masones racionalistas, para quienes Maistre es una espina clavada en la garganta, a la vez que el testimonio más elocuente de la religiosidad que inspiraba a la francmasonería antes de que fuera azotada por el relativismo del siglo XIX.

De modo que Joseph de Maistre sufre una suerte de doble excomunión pues, como bien señala Maurice Colinon, henos aquí, “ante nosotros un hombre que, aristócrata, se ve acusado de haber derribado al orden privilegiado; emigrado, de haber contribuido a preparar la revolución; católico, de haber conspirado contra el altar; monárquico, de haber urdido un complot contra los reyes; y todo esto porque era indiscutiblemente, irrefutablemente, francmasón”[12]

Nacido en 1753, ingresó en la francmasonería hacia 1773, con tan sólo veinte años, en la logia Los Tres Morteros de Chambery. Antes de ello había tenido una educación católica a manos de los jesuitas de la congregación de la Asunción. A los quince años pasó a la cofradía de los Penitentes Negros. Tuvo activa participación en los grupos de exiliados saboyanos de Ginebra y Lausane y hasta predicó el catolicismo en Rusia.

Su logia madre Los Tres Morteros no dejaba de ser una más de aquellas logias de mesa que abundaban en Francia, en la que Joseph de Maistre no podía sentir otra cosa que desazón y aburrimiento. Hombre muy culto, conocedor de las doctrinas de Saint Martín, no tardó en ser cooptado por la masonería escocesa en donde encontraría su ruta masónica. Junto con otros quince hermanos, se unió a la logia La Sinceridad, que por entonces –año 1778- estaba bajo la jurisdicción de Jean-Baptiste Willermoz, empeñado en la reforma la Estricta Observancia, que derivaría en el Convento de Wilhelmsbad.

De Maistre pasó rápidamente a conformar el más selecto núcleo que rodeaba a Willermoz y se cree que alcanzó el grado de Gran Profeso, el último grado del Régimen Escocés Rectificado. Es por ello que su testimonio resulta de capital importancia para comprender la visión de la masonería tradicional frente a la irrupción de los elementos revolucionarios en Francia y, particularmente, de las ideas y objetivos de los Iluminados de Baviera.

De la bibliografía existente sobre Joseph de Maistre, la que aporta la información más fidedigna es la obra de Emile Dermenghem, de la que nos interesa rescatar la cuestión referente a los bávaros.[13]

Narra nuestro autor que cuando se publicaron las primeras acusaciones en torno al complot revolucionario de la francmasonería, Joseph de Maistre apenas se conmovió por estos duros ataques. Entendía perfectamente que había un objetivo en la masonería que él integraba, un objetivo que distaba mucho del perseguido por Weishaupt. Era consciente, al igual que todos los jefes del Régimen Escocés Rectificado y los líderes de la masonería martinezista que el objetivo religioso de los masones debía ser la unificación de las Iglesias Cristianas y el avance del cristianismo en el mundo. Por esa misma razón –al igual que Willermoz y los líderes del Convento de Wilhelmsbad- se había manifestado en contra de sostener la hipótesis templaria y de los grados de venganza, que luego infiltrarían en el Rito Escocés Antiguo y Aceptado aspectos de sesgo anticatólico.

Pero cuando apareció la obra de Barruel, Joseph de Maistre se sintió abrumado y en la necesidad de refutar sus acusaciones. Le enrostra ligereza y se encoleriza por la ignorancia de Lefranc frente al fenómeno del iluminismo. Sin embargo admite que algunos masones pudieron haber participado de la Revolución y que algunas logias pudieron haber tenido actitudes dudosas o abiertamente hostiles al rey como ocurre con el duque de Chartres, gran maestro del Gran Oriente de Francia, de quien ya hemos hablado in extenso. Hacia 1797, Joseph de Maistre estaba convencido de que las ideas revolucionarias se habían infiltrando poco a poco en las logias dependientes del Gran Oriente y que algunos dirigentes, llegado el momento de la Revolución, se habían servido de ellas.

Sin embargo, para Maistre el espíritu revolucionario y antirreligioso no había sido engendrado por el iluminismo. Antes al contrario, la corrupción del verdadero iluminismo era la consecuencia de la propaganda revolucionaria en las logias. Decididamente, consideraba que todo el mundo caía en una grave confusión entorno al iluminismo, al cual dividía en tres categorías entre las cuales, a su juicio, no había ninguna relación:

En primer lugar los francmasones corrientes, que resultaban absolutamente inofensivos. En segundo lugar los martinistas franceses y los pietistas silesios que no eran otra cosa que cristianos exaltados. En tercer lugar los Iluminados de Baviera liderados por Weishaupt. Maistre utilizaba el término “iluminista” con cierto aire peyorativo. Y si bien no le otorgaba a los bávaros la paternidad del complot revolucionario “creía que algunos grupos ocultos habrían podido imponerse como objetivo derrocar el trono y la Iglesia” y que “ciertos crímenes contemporáneos le parecía que no hubieran podido llevarse a cabo sin el apoyo secreto de alguna asociación...”[14]

En la medida que pasaron los años, Joseph de Maistre terminó dándole la razón a Barruel y cargando contra Weinshaupt. Hacia 1811 escribía “...No hay la menor duda; su jefe es conocido; sus crímenes, sus proyectos, sus cómplices y sus primeros éxitos lo son también... Ellos han formado el horrible complot para extinguir en Europa el cristianismo y la soberanía...” ¿Habían acaso ganado la batalla los Illuminati?

Joseph de Maistre sabía que “la masonería pura y simple” no tenía nada de malo en sí misma y que no sabría cómo alarmar ni a la religión ni al Estado. Esa masonería nada tenía que ver con lo que él definía como la secta de los iluministas... una y a la vez muchas, “más bien un estado del espíritu que una secta circunscripta... el resultado de todo lo malo que se haya podido pensar en tres siglos... un monstruo compuesto de todos los monstruos, y si nosotros no lo matamos, nos matará”.
[1] “Memoria dirigida por Joseph de Maistre al Duque de Brunswick”; Introducción de Emile Dermengherm. Sevilla, Ediciones Marsay, 2001. p. 34.
[2] Ver en Colinon, Maurice, “La Iglesia frente a la Masonería” –El supuesto complot contra el Trono y el Altar- Buenos Aires, Editorial Huemul, 1963, pp. 105 y ss.
[3] Loc. cit.
[4] Citado por A Gallatin Mackey en la Enciclopedia de la Francmasonería Vol. 1 p. 207.
[5] Danton, “Historia de la Francmasonería” V. I. p. 460.
[6] Reinalter, Helmut, ob. cit p. 69.
[7] Loc.cit.
[8] Reinalter, p. 70.
[9] Reinalter, loc.cit.
[10]Cf. Corbière, Emilio. “Hegel y la Francmasonería” Buenos Aires, Revista Símbolo N° 60, Abril 1997, p.7 y ss.
[11] Loc. cit.
[12] Colinón, ob. cit p. 97.
[13] De Maistre, Joseph; “Memoria dirigida por Joseph de Maistre al duque de Brunswick”, Introducción de Emile Dermengherm, traducida por Martí Blanco. Sevilla, Marsay Ediciones.
[14] Dermengherm, ob.cit. p. 38.

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