Nunca antes hemos
tenido la posibilidad de acceder a tanta documentación como la que nos permite
la revolución tecnológica que recorre el mundo. Hace apenas unas décadas atrás
hubiese sido imposible imaginarse la cantidad de herramientas que ahora están
al alcance de nuestras manos y que nos abren la posibilidad de explorar los
distintos paradigmas que conforman el universo masónico. El acceso a las
fuentes, la digitalización de las grandes bibliotecas y archivos, y
especialmente la publicación de trabajos de grandes medievalistas que han
cambiado radicalmente la visión que teníamos de la Edad Media, constituyen una
oportunidad inédita para todos aquellos que tenemos vocación por investigar los
antecedentes, la historia y el impacto de la francmasonería en la cultura
occidental.
Durante muchos años la
francmasonería, especialmente la latinoamericana, sufrió una suerte de autismo.
El autismo se define como un trastorno psicológico que se caracteriza por la intensa concentración de una persona en su propio mundo interior y la progresiva pérdida de contacto con la realidad exterior. Leíamos los mismos libros, repetíamos los mismos mitos y
trasmitíamos las mismas historias recibidas, deformadas por el tiempo (aveces intencionalmente), como en
el juego del teléfono roto.
Esta incapacidad de
acompañar el intenso trabajo académico, tanto en el ámbito de la historia como
en el de la sociología, nos llevó a simplificar los relatos, el de aquellos
que se identifican con las raíces andersonianas inglesas, como los que
encuentran en la Revolución Francesa el numen de la masonería moderna, como
también los que adhieren a una masonería tradicional cuyas raíces están
ancladas en tiempos de los monasterios y las catedrales, como es mi caso. Si
desde la masonería se produjesen trabajos de investigación al ritmo que crecen
las capacidades de acceso a una literatura cada vez más especializada en el
largo milenio que se extiende entre el siglo V al XV, y si dejásemos de lado
las mezquindades propias de nuestros respectivos relatos, tal vez podríamos
reproducir en América Latina las academias, los seminarios y los centro de
investigación que están produciendo una verdadera revolución historiográfica en
Europa.
Pero, desde luego, el
poner bajo análisis a los respectivos paradigmas siempre resulta difícil. Y si
lo es para el mundo académico, más aun lo es para un ámbito como el masónico en
el que los que están dispuestos a un estudio profundo no son precisamente
mayoría. Un tema que me tiene atrapado hace meses es el comprender de dónde
surge la reacción posterior a los acontecimientos de 1789 dentro de la
masonería continental; a partir de donde comienza el proceso de
descristianización de la masonería europea, más precisamente de la francesa. Y
a decir verdad, el germen de esta descristianización se encuentra en el propio
proceso de institucionalización de la Orden, en la medida que los masones
operativos –los que todavía en verdad construían–, adhieren a la concepción
renacentista que reivindica el retorno al mundo clásico y condena un milenio de
cristianismo in totum imponiendo un
meta-relato que aun hoy forma parte de los programas de estudio de muchas escuelas.
El término “Renacimiento”
(Rinascita) comenzó a utilizarse en el siglo XVI. De lo que se hablaba era de
lo que la mayoría aun interpreta: “Las Artes y las Letras, que parecían haber
naufragado junto con la caída del mundo romano, regresaban luego de diez siglos
de oscuridad y tinieblas para brillar con un nuevo esplendor”. Regine Pernoud
describe cómo, para la mentalidad de aquel tiempo (y no solo del siglo XVI sino
en los tres siguientes) había habido dos épocas de luz: La Antigüedad y el
Renacimiento –los tiempos clásicos–. Y entre ambas, una “edad media”, un
período intermedio, un bloque uniforme, siglos toscos, tiempos oscuros.
Un ejemplo de esta
fascinación por lo clásico son dos personajes ingleses vinculados con la
masonería en las Islas Británicas, antes de que se creara la tan mentada Gran
Logia de Londres: William Herbert, conde de Pembroke (1580-1630, y el legendario arquitecto
y escenógrafo Iñigo Jones (1573-1652). El conde de Pembroke era un artista de
renombre en las logias inglesas. Al igual que muchos otros masones, había
viajado a Italia deslumbrado por el arte florentino. En aquella aventura lo había
acompañado un joven pintor nacido en Londres, Iñigo Jones, cuyo talento lo
convertiría en uno de los más famosos arquitectos y escenógrafos británicos.
Vuelve a Italia en 1613 con
el fin de investigar profundamente la obra del gran arquitecto italiano
Palladio, estilo que asume como propio convirtiéndose en una figura
sobresaliente de la arquitectura inglesa, consolidando en el reino el gusto por
el clasicismo renacentista italiano. Al regreso de este segundo viaje, y en
medio del escándalo que provoca el rey al disolver el Parlamento, es nombrado
Intendente General de la Corona.
Su labor como Gran Maestre no sería menor en
importancia que los servicios prestados al reino.
Reorganizó las logias; hizo venir de Italia
a arquitectos italianos distribuyéndolos en los principales talleres;
estableció logias especiales de instrucción y modificó el régimen de las
asambleas anuales por el de trimestrales. Dispuso que la Gran Logia se reuniese
los días 24 de Junio, 27 de diciembre y 25 de marzo en Londres y que las mismas
se llevasen a cabo con solemnidad, desde las 12 del mediodía hasta las 12 de la
noche. De allí proviene una antigua costumbre trasladada a los rituales
masónicos que, simbólicamente comienzan “a
medio día en punto” y culminan “a
medianoche en punto”. Sin embargo, el detalle relevante es que durante su
Gran Maestría, fueron iniciadas en la antigua fraternidad de los masones muchas
personas de posición que nada tenían que ver con la arquitectura pero que
sabían que la masonería reunía en su seno a individuos que abrevaban en las
doctrinas “esotéricas” y en un conocimiento reservado a los círculos
iniciáticos. La mayoría de estos hombres compartían el mismo desprecio por lo
que denominaban, peyorativamente, “los tiempos góticos”.
A principios del siglo
XVIII, época en la que se funda la Gran Logia de Londres, esta obnubilación por
lo clásico había llegado a su apogeo en Inglaterra. Prueba de ellos es el
manifiesto desprecio hacia la arquitectura medieval expresado en las propias
Constituciones de Anderson. Veamos este texto extraído de las páginas 38 y 39
de la edición original de 1723:
El
cuidado que los escoceses tuvieron con la verdadera Masonería fué después muy
útil en Inglaterra, porque la erudita y magnánima reina Isabel que fomentó
otras artes, no fue propicia al Arte Real ya que como mujer no podía ingresar
en la Masonería, aunque como Semíramis y Artemisa hubiera podido aprovechar los
servicios de los masones. Pero a su muerte heredó la corona de Inglaterra
Jaime VI de Escocia, y como era masón reavivó las Logias inglesas. Fue el
primer rey del Reino Unido de la Gran Bretaña, y también el primer monarca que
restauró la arquitectura romana de las ruinas de la gótica ignorancia. Porque
después de siglos de incultura y tenebrosidad, tan pronto como renació el
conocimiento y la Geometría recobró su terreno, las naciones cultas echaron de
ver la confusión e impropiedad de los edificios góticos y en los siglos XV y
XVI levantaron en Italia de sus ruinas el estilo augustiano, Brabante, Bárbaro,
Sansovino, Sangallo, Miguel Ángel, Rafael de Urbino, Julio Romano, Serglio,
Labaco, Scamozi, Vignola y muchos otros insignes arquitectos, y sobre todo el
gran Palladio, que todavía no ha tenido imitadores en Italia, aunque justamente
lo emuló en Inglaterra nuestro eximio Maestro Masón Iñigo Jones.
Este desprecio por el
arte gótico no fue solo incentivado por los masones ingleses. En el siglo XIX,
especialmente en la literatura surgida bajo la influencia de los Iluminados de Baviera,
ocurrió algo parecido con los historiadores alemanes. Findel, al igual que
Fichte, Fessler y Krause utilizaban el mismo concepto de diese alten gotische Constitutionen para referirse a los documentos
de las antiguas corporaciones de constructores de la Edad Media (¡esas vetustas constituciones góticas!).
Findel sentía un profundo rechazo hacia cualquier evidencia que relacionara a
los constructores medievales con la francmasonería moderna, porque –y aquí hay
que reconocerle su honestidad intelectual– para él estaba claro que los
precursores de “los tiempos góticos” habían sido los propios monjes
benedictinos. Veamos un pasaje interesante de su Historia general de la Francmasonería:
“...La construcción de los edificios
religiosos se debe, en primer lugar, a la iniciativa del clero. Los conventos
fueron los verdaderos focos de la actividad industrial y fecundaron también el
suelo, transformando en verdes oasis llanuras estériles y desiertas. Por estas
causas el arte de construir fue en principio ejercitado por los monjes. Los
benedictinos primero y más tarde los cistercenses, se ocuparon de la
construcción. Cada convento era una colonia, donde además de dedicarse a la
práctica de la piedad, se estudiaban las lenguas, la teología y la filosofía,
se ocupaban activamente de la agricultura y se ejercía y enseñaban todos los
oficios... Los abades trazaban los planos y dirigían su construcción,
estableciendo de este modo una corriente de inteligencia entre las relaciones
de los conventos...”.
Es muy significativo el hecho de que las
corriente fundada por Adam Weishaup (los Iluminados de Baviera), que infiltra a la francmasonería alemana en la segunda mitad del siglo XVIII, adoptara una
simbología clásica, y que incluso los nombres simbólicos de sus líderes fuesen
todos tomados de personajes del mundo clásico, especialmente del siglo de Pericles,
una verdadera muestra de la confrontación entre una concepción cristiana
medieval y otra “neoclásica” que concluye en un conflicto sangriento de
proporciones continentales.
A los que estén
interesados en comprender las razones culturales y sociológicas de este proceso
de devaluación de todo lo medieval recomiendo la lectura de las obras de Regine
Pernoud, ampliamente traducidas al español y de fácil acceso, si uno se lo
propone.