Durante más de dos siglos (doscientos treinta años, para
ser más exactos) el Régimen Escocés Rectificado se ha caracterizado por su
firmeza en el sostenimiento de la doctrina cristiana sobre la cual fue fundado en el Convento de Wilhelmsbad. Fue allí que los líderes de la Orden de la Estricta Observancia Templaria y los de la
Reforma de Lyón, encabezados por el duque Ferdinand de Brunswick y Jean-Baptiste Willermoz, sellaron la
alianza que velaría por la preservación de una vía iniciática masónico
caballeresca, de corte netamente cristiano-trinitario.
De cómo se llegó a ese punto y de porqué era necesaria
esta reforma-rectificación del rumbo masónico ya se han escrito ríos de tinta.
Adelantados a su tiempo, previendo los vientos y marejadas que se cernían en el
horizonte de la historia de Europa, los hombres de Wilhelmsbad previeron la
llegada de una revolución que pondría todo patas para arriba, incluida la
propia masonería que se alejaba, veloz, de su cuna espiritual, para dirigirse
rauda y decidida a encabezar la revolución que terminaría sepultando su origen
y sentido.
Si en aquél momento era difícil mantenerse en un mundo al
borde del naufragio, si en aquel entonces aquellos hombres de espada se
inscribían entre los más conservadores en las filas de la Orden ¿qué podrá
decirse de los que hoy pretenden mantener el espíritu de aquel Convento en
medio de las caóticas sinuosidades de la posmodernidad? El mundo que conocieron
el duque de Brunswick y Willermoz, ya no existe. Pero la Orden que ellos erigieron sí. Una antigua
Orden que permanece en el mismo punto de referencia, bamboleándose en medio del
progreso que se ha tragado a los
ideales más nobles del humanismo renacentista. Una antigua elite de cristianos
locos, capaces en su locura de proclamar las verdades del Evangelio de San
Juan, y sostenerla como base pivotal de todo el andamiaje masónico desde las
épocas luminosas de san Beda. ¿Se trata acaso de una presencia testimonial? No.
Ocurre que el universo masónico se ha vuelto complejo y
confuso. Complejo porque algunos antiguos conceptos –como el de la regularidad
andersoniana- están en crisis y cunde en todo el mundo el virus del
personalismo. Los hombres se ponen a si mismos por encima de sus Obediencias y
entonces, cuando sus Obediencias dejan de representar sus propios intereses
crean otras nuevas, de modo tal que permanentemente surgen nuevas Grandes
Logias, Grande Orientes, grandes fiascos de todo tipo y color que hace difícil seguir
la “genealogía de la fragmentación” que se ha apoderado de los masones. Y
confusa porque en ese amplio universo conviven, como en Babel (siempre Babel)
hombres que hablan sin entenderse, porque han perdido ya no la Palabra, sino la
lengua misma que definía la común unión fraternal de los masones.
Estas Obediencias, abarcan un amplio arco que se extiende desde los
Ritos más tradicionales en general poco
dispuestos a revisar su doctrina y convencidos de su responsabilidad como
depositarios de esa tradición –entre los que puede ubicarse al Escocés
Rectificado- hasta aquellos que, en el otro extremo, proclaman el todo vale, reinventándose
permanentemente porque la sociedad moderna así lo exige, porque la necesidad
radica en el número, porque las mayorías “marcan” el rumbo de lo que es correcto y la democracia
se aplica contra-natura en una organización que fue concebida como una
verdadera meritocracia y ha sido convertida en el chiringuito de algún vivo que
construye unidades de negocios en lugar de Talleres donde se eleven “Templos a
la Virtud”.
En el medio de este panorama que se agrava con el correr
del tiempo, del mismo modo y al mismo ritmo que se acelera la decadencia
general, justo es decir que muchos masones (me atrevería a decir que una inmensa
mayoría) observan perplejos la situación, incapaces de encontrarle salida. Esta
desazón general que se ha apoderado de muchos buenos Hermanos se habla a media
lengua; se comparte en la intimidad; se acepta en la esperanza de que un
milagro nos saque de la debacle y nos vuelva a las épocas de gloria, en la que
los próceres vestían mandiles y morían adustos, humildes pero honestos. Es esta
inmensa mayoría de masones perplejos, que a diario piden una “Guía para los descarriados”
o un líder que ponga las cosas en su lugar, es la que necesita ver que en el
extremo del Arco hay un segmento que no se mueve, que no cambia. Que no se
adapta. Que constituye ni más ni menos un conjunto de inadaptados ¡Qué palabra
maravillosa! NO ME ADAPTO. Una expresión que impacta, porque cada vez hay menos
voluntad en el mundo y lo único que puede mantener en pie el verdadero método
masónico es la firme voluntad de sostenerse inquebrantable.
Si
no existiesen los que eligen no moverse un ápice de su doctrina, si no
prevalecieran los referentes y las referencias que nos mantienen atentos a
nuestro deber y destino ¿Con quien medirían su acción los moderados? Si
dejáramos de sostener que la Reforma de Lyón y el Convento de Wilhelmsbad
marcaron la necesidad de rectificar el rumbo de una masonería de taberna con
olor a alcohol y corrupción ¿Dónde encontrarían su límite los moderados? Si
dejásemos a los mediocres la defensa de la última línea ¿Cuánto tardarían los
moderados en perderse en el extremo de los confusos?
Hace
doscientos treinta años se iniciaban las sesiones de Wilhelmsbad. Los más duros
entre los duros debatían cual era el rumbo que debía tomar la masonería. Nos
dejaron un mensaje claro y un Rito que aun mantiene su esencia cristiana,
condición precedente y superior a la de masón. Esta prevalencia, anclada en el
Evangelio es la garantía de nuestra vigencia y una espina clavada en quienes,
perdida la voluntad de lucha, ya no saben para qué se les entregó el cincel el
día de su iniciación.