viernes, 13 de octubre de 2017

Hacia una caballería del Siglo XXI

Con motivo de un nuevo aniversario del encarcelamiento de Jaques de Molay (último Gran Maestre de la Orden del Temple) y en memoria de los Caballeros Templarios martirizados por la Corona Francesa y la Iglesia de Roma, a partir del 13 de octubre de 1307. 


“…Te saludo Virgen María, que has derrotado al mal, esposa del Altísimo y madre del más dulce cordero. Reina eres de los cielos, Salvadora de la Tierra; los hombres suspiran por Ti y los malvados te temen.”
“…Tú eres la ventana, la puerta y el velo, el patio y la casa, el templo, la tierra, lirio por Tu virginidad y rosa por Tu martirio.”
“Tú eres el huerto cerrado, la fuente del jardín que lava a los mancillados, purifica a los corrompidos y da vida a los muertos...”
“…Tú eres la dueña de los tiempos, la esperanza, después de Dios, de todos los siglos, pabellón de reposo del rey y asiento de la divinidad.”
“…Tú eres la estrella que brilla en el oriente y disipa en el occidente las tinieblas, la aurora que anuncia el sol y el día que ignora la noche…”

“…Tu que has engendrado al que no engendra, confiada como madre que ha cumplido su misión, reconcilia al hombre con Dios. Ruega, Madre, al Dios que diste a luz, para que nos absuelva y, después de perdonarnos, nos confiera la gracia y la gloria. Amen…”

Plegaria de un escudero, la noche de vigilia, previa a ser armado caballero
Anónimo, siglo XI

                  Difícil imaginar a un adolescente de diecisiete años, en el siglo XXI, rezar esta plegaría en la penumbra de una iglesia, iluminado apenas por un pábilo, frente a un altar desnudo, acompañado de su padrino. Lejano a nuestra cultura ha quedado el ritual de la “vela de armas”, en la que hombre dejaba atrás, definitivamente, el mundo de los niños para asumir su papel y su destino frente a Dios, su Iglesia y la comarca sobre la que tendría responsabilidad sobre vidas y bienes.

                Pero este ritual era muy común en el siglo XII. Frente al escudero se colocaba su espada, aquella que lo acompañaría el resto de su vida, para la salvación o la condenación de su alma. Su alma y su espada serían reflejo una de la otra. Si el alma era pura la espada se empuñaría con pureza en una causa justa. Si el alma era impura el acero se volvería negro, dominado por las tinieblas de la ambición y el orgullo.

                El siglo XII era un mundo de blancos y negros, sin demasiado lugar para tantos matices. La duda era una pesada carga que los espíritus evitaban a toda costa. Resultaba casi inhumano darle lugar a la angustia existencial en un entorno donde todo era rudo, tanto para el siervo que a duras penas cosechaba su siembra, como para el castellano que debía proteger su terruño, y con él a sus gentes con sus huertos y pastoreos y también a su propio Señor. En la pirámide feudal todo era un equilibrio en constante riesgo. Un universo tan inestable necesitaba reglas certeras, firmes, permanentes.

             Es cierto que la caballería puede vislumbrar antecedentes en el mundo clásico, especialmente en Roma. Pero fue en la Edad Media, y en particular en el siglo XII donde encontró sus modelos más perfectos y alcanzó la cumbre de la aspiración virtuosa. Fue un largo proceso surgido de la necesidad de encontrar un orden justo, en armonía con la fe que ocupaba todos los espacios de la sociedad. Un devenir de transformación en transformación, producto del pensamiento colectivo de señores y clérigos, reyes y abades, que perseguían el sueño de recuperar Jerusalén, perdida a mano de los paganos en el siglo VII. Pero, a su vez, se trataba de la búsqueda de la propia Jerusalén, una que existía en la conciencia profunda de cada cristiano y que encarnaba la esperanza de la vida eterna, el sentido escatológico de la tragedia humana.

             Eran tiempos difíciles, ciertamente. Pero en términos de fe corrían con cierta ventaja respecto de nosotros. Los ideales estaban atados a esa fe; y a ningún padre le faltaba el coraje para educar a sus hijos en el amor y en el temor a Dios, enseñando la prudencia antes que la liviandad; la humildad antes que la ostentación; el respeto al anciano y a las mujeres antes que la vaguedad irresponsable que conduce a nuestra sociedad a la deriva. Se veneraba a los héroes y más aún a los que habían muerto por sostener los juramentos de la caballería. Los niños sabían que sus días de juegos estaban contados y serían escasos. Que la vida no era un paseo gratuito y prolongado sino uno corto en el que cada jornada sería examinada en el final, cuando cada quien fuese sometido al juicio en las puertas del cielo.

                La libertad era un bien amado al que sólo unos pocos se les otorgaba como gracia. Aún así nadie era verdaderamente libre, porque la conciencia pesaba tanto como el contexto. Era un mundo en donde el corrupto, el traidor, el malviviente y el cruel no podían mimetizarse tan fácilmente como ocurre en nuestro mundo pleno de anonimato. Quien era libre sentía una gratitud de tal magnitud frente a la Providencia que, cuando un caballero renunciaba a ella para vestir el hábito de monje se producía a su alrededor un silencio reverencial, como si hubiese nacido un santo. Aquél que teniendo el don de la libertad renunciaba a ella para someterse a una Regla en donde el único destino era la pobreza, la abstinencia y la obediencia en eterna observancia del servicio a Dios, era sin dudas de los más valientes entre los hombres. Así lo narran las crónicas y así lo atestiguan miles de nombres de grandes guerreros enterrados en los camposantos de las abadías de toda Europa.

En 2014, el patio de armas del castillo de San Juan de Acre, Israel


                En el siglo XII -en el que dos frentes de batalla se libraban contra los sarracenos, en España y en el Levante- surgió con potencia inusitada el deseo de reunir ambos órdenes, el de la caballería y el de la vida monástica, y nació un  nuevo tipo de caballero, mitad guerrero mitad monje. La caballería ocupó entonces la cúspide del modelo cristiano. Estas órdenes monástico militares amalgamaron, en un solo corpus, el humus de muchas tradiciones forjadas entre Finisterre y las estepas del Este. Desde tiempos romanos, invasión tras invasión, los bárbaros habían moldeado el sincretismo entre las tradiciones de Roma –a las que no querían renunciar sino abrazar- y las propias, que terminarían enriqueciendo a las viejas instituciones del antiguo Imperio.

                De todos los libros que se han escrito sobre la caballería hay uno que destaca, tanto por su originalidad como por el rumbo que traza. Lo debemos a la pluma de Ramón Llull (1235-1315), teólogo, filósofo y místico catalán, publicado en 1276 con el nombre “Libro de la Orden de Caballería”. Se cree que fue escrito para un escudero que debía ser armado caballero. Su lectura es materia obligatoria para todo aquél que pretenda comprender esta condición; permítaseme citar cuatro párrafos de su Primera Parte titulada “Del Principio de la Caballería”

“…Faltó en el mundo la caridad, lealtad, justicia, y verdad; empezó la enemistad, deslealtad, injuria y falsedad; y de esto se originó error y perturbación en el Pueblo de Dios, que fue creado para que los hombres amasen, conociesen, honrasen, sirvieren y temiesen a Dios. Luego que comenzó en el mundo el desprecio de la justicia por haberse opacado la caridad, convino que por medio del temor volviese a ser honrara la justicia: por esto todo el pueblo se dividió en millares de hombres y de cada mil de ellos fue elegido y escogido uno, que era el más amable, más sabio, más leal, más fuerte, de más noble ánimo de mejor trato y crianza que todos los demás…”

“…Se buscó también entre las bestias la más bella, que corre más, que puede aguantar mayor trabajo, y que conviene más al servicio del hombre; y porque el caballo es el bruto más noble y más apto para servirle, por esto fue escogido, y dado a aquel hombre que entre mil fue escogido; y este es el motivo por el que aquel hombre se llama caballero…”
“…Habiéndose destinado para el hombre más noble el bruto más generoso, convino que entre todas las armas  se escogiesen y tomasen las que son más nobles y conducentes para combatir y defenderse de las heridas y de la muerte; y estas son las que se apropiaron al caballero…”

“…Al que quiere entrar en la Orden de la Caballería le conviene considerar y meditar el noble principio de la Caballería; y es menester que la nobleza de su corazón y buena crianza lo haga concordar y avenir con el principio de la Caballería, porque si no lo hace así, es contrario al Orden de Caballería y sus principios; por esto no conviene que la Orden de Caballería admita en la participación de sus honras a los que la son enemigos, contrarios a sus principios…”

Ramón Llull describe en su libro al oficio del caballero, cómo debe ser examinado el escudero que será armado caballero, al modo en el que debe ser recibido en la caballería, a la significación de las armas y de sus costumbres. Finalmente habla de la honra que se debe hacer al caballero. Afirma Llul que así como un Príncipe o Rey o Señor de un Estado no puede serlo sin haber sido armado caballero, por esa misma razón le debe respeto y honra al caballero, pues es a quien, en definitiva, tendrá a su lado en el campo de batalla.  

Pero, en estos primeros párrafos, encontramos la justificación del caballero: el mundo que ha engendrado la injusticia, la enemistad, la deslealtad, la injuria y la falsedad y necesita de hombres que reparen ese desorden, poniendo en juego todo lo que sea necesario. ¿No es acaso la descripción del mundo que nos rodea? El escudero recitaba la divida de la Orden de Caballería: Mi alma a Dios, mi vida al rey, mi corazón a mi dama, mi honor a mí. Pero todo se resumía en el honor, que dependía de mantener vivo el oficio de caballero, y ejercerlo.

El siglo XXI adolece de todas las faltas de las que se lamenta Llull, y que dieron lugar a la creación de la Orden de la Caballería; pero a diferencia del siglo XII, en este siglo son muy pocas las personas que pueden asumir este compromiso. El honor es relativo, entonces todo se ha vuelto mucho peor, pues el alma está en interdicto, la vida se reserva para el único y propio beneficio, el corazón ha cedido el amor a la simplicidad del vínculo frágil, efímero, y a nadie importa qué significa exactamente la honorabilidad.

Es justamente por esta carencia, que la Orden de la Caballería ha perdurado, aún en una mínima y desapercibida existencia, y comienza a sacudirse del profundo letargo al que había quedado relegada en los últimos dos siglos. Nos toca vivir en un mundo donde los valores de la fe, el honor y la justicia se guardan en la intimidad por temor a desentonar con los tiempos. La cultura se convierte en multicultura, es decir, en todas y ninguna. La vaguedad de conceptos en cuanto a temas sensibles como “familia”, “religión”, “tradición” y “deber” son inmediatamente sospechados de ideologismos vinculados con el oscurantismo, la segregación, la discriminación y el ataque a la libertad de conciencia.

Durante décadas, especialmente luego de terminada la Segunda Guerra Mundial, Occidente vio crecer un movimiento libertario que vino a poner en la picota a todos estos valores que conformaban la sociedad construida durante siglos. El mayo francés, el existencialismo, el deconstructivismo y el relativismo como conjunto del abandono radical del modelo cristiano nos ha dejado un vació de valores tan extremo que nos lleva a una sociedad al borde de su extinción cultural. Bernadr Tschumi –se dice que es uno de los arquitectos que mejor ha interpretado a la filosofía decontructivista de Jaques Derrida- afirma que La forma no sigue más a la función. Si la respectiva contaminación de todas las categorías, las constantes substituciones y confusiones de géneros son las nuevas directivas de nuestra época, lo mejor sería tomarlas en nuestro provecho.[1]

Si Tschumi está en lo cierto (me asombra su frase “las iglesias se convierten en discotecas”), ya no deberían existir pilares, ni principios, ni siquiera cimientos, porque cualquier cosa puede ser sustituida por otra. Sin embargo, la experimentación intelectual está lejos de representar al grueso de una sociedad confundida.

En la medida en que tomemos conciencia de esta confusión entenderemos que el rol de la Caballería en el Siglo XXI sigue siendo el mismo que en el siglo XII, con la sola diferencia de que no tiene el monopolio de las armas, que han pasado a manos de los Estados Nacionales. La Caballería sigue representando la búsqueda de todo aquello que Ramón Llull expresaba cuando, al principio de su libro describe como la crisis de ausencia de valores que dio sentido a la existencia del Caballero.



[1] Broadbent,Deconstruction, a student guide., p. 67

martes, 18 de julio de 2017

Homenaje al V.·.H.·. Jorge E. Sanguinetti - Su paso al Oriente Eterno

El pasado 24 de junio pasó a decorar el Oriente Eterno el V.·.H.·. y dilecto amigo y Maestro Jorge Sanguinetti. Su fallecimiento, a los 88 años, tuvo lugar el mismo día en el que miles de masones celebraban la Cena Solsticial en ambos Hemisferios.


Mi relación con Sanguinetti es de tan larga data y de tal intensidad que me cuesta mucho escribir este obituario, pero en verdad sería muy desagradecido si no dejase testimonio escrito –aunque sea fatalmente parcial– de la vida y la obra de uno de los masones más trascendentes de la Argentina en el último siglo.

JORGE ERNESTO SANGUINETTI nació en Buenos Aires el 17 de octubre de 1928. Recibido bachiller en el Nacional Buenos Aires, ingresa en 1948 en la Orden Dominicana donde pasa el noviciado y cursa filosofía en su universidad hasta obtener el grado de Bachiller. Becado a España y luego a Italia cursa teología en el Pontificio Ateneo Angélico de Roma donde egresa como Licenciado en Teología cum laude.  Se familiariza allí con el latín, el griego y el hebreo.

Regresa a la Argentina en 1956 encargándose de tareas educativas de teología y de griego clásico en Buenos Aires, Córdoba y Tucumán, ciudad esta última donde colabora en la formación de laboratorios, y se hace cargo de la cátedra de Historia de Oriente Próximo.

Agotado en 1961 su período religioso, logra transferir la capacidad lógica de sus estudios de filosofía a la ciencia de computación, ingresando a la empresa IBM donde cursa y obtiene el grado de Analista de Sistemas. Luego de desempeñarse varios años como tal, emigra a Canadá y luego a Brasil donde culmina su carrera en cargos directivos de sistemas.

Es en Brasil donde retoma su vida espiritual desde un nuevo ángulo y se contacta con círculos rosacrucianos. Dedica otros varios años al estudio sistemático de los filósofos presocráticos y las obras de Hermes Trismegisto, las cuales traduce del original y propone luego en su portal de Internet. Completa sus estudios con lecturas de Alquimia y las obras de Eliphas Levi, Pico de la Mirándola, Agripa, y Marcilio Ficino entre otros.  

En 1980 ingresa a la Masonería Argentina donde ejerce varias veces la presidencia en su Logia y otros cargos en los grados del denominado Escocismo. Se destaca por sus estudios del simbolismo y espiritualidad masónica y dedica su tiempo a la difusión de los mismos. Se convierte en colaborador permanente de la revista Símbolo de la Gran Logia de la Argentina para los artículos de simbolismo y espiritualidad.

En los últimos años dedicaría lo mejor de su tiempo a la traducción de las obras de Dante Alighieri, especialmente “La Vita Nuova” y “La Divina Comedia”, obras que, traducidas y comentadas por él, publica en su portal de la Web. En ambas obras ha redescubierto el camino iniciático que el Poeta propone en las tres etapas de la Comedia.

Conocí a Sanguineti en el seno de la masonería en 1990. Pero debieron pasar algunos años para que llegase a comprender en profundidad los conocimientos que poseía. A principios del año 2000, enterado de que yo había emprendido la traducción de los textos de Beda el Venerable, me ofreció su ayuda y así nació una colaboración que se extendió por más de quince años. En el transcurso de ese tiempo me sacó innumerables veces del pantanoso terreno de la Patrología Latina y me marcó el camino en la lectura de los Padres de la Iglesia. Esa cercanía espiritual convirtió a Sanguinetti en un hombre al que recurrí reiteradamente a lo largo de mi vida masónica.

Su desvelo más profundo era cuidar a su esposa, a la que le prodigó un amor difícil de describir. El tiempo que le quedaba era para la instrucción de sus HH.·., tarea a la que le dedicó los últimos años de su vida activa. No podía entender que una Orden tan Augusta se hubiese sumido en una decadencia tan aguda. Vivía investigando las raíces del simbolismo masónico y lo iluminaba con sus conocimientos que eran los propios de un hombre del Renacimiento.

Sanguinetti bien podría haber sido un personaje de una novela de Umberto Eco. Todo aquel que lo haya conocido dará fe de lo que estoy diciendo. En la medida que pasaban los años y continuábamos trabajando con documentos del monasticismo medieval, crecía mi insistencia acerca de que escribiese una nueva serie de manuales de los tres primeros grados de la francmasonería simbólica. Mi obstinación dio sus frutos y, en 2007 se publicó su primer libro “Espiritualidad y Masonería”, dedicado al grado de Aprendiz. Con esa obra inauguramos la Colección Masonería Siglo XXI, de Editorial Kier, colección de la cual tengo el honor de ser su director. Más tarde, en 2009, se publicaría “La Espiritualidad del Compañero Masón” y finalmente, en 2012 “El Sublime grado de Maestro Masón”, completando el plan inicial que abarcaba, como he dicho, a los tres grados. Estos libros constituyen ahora su testamento espiritual. 

A quienes hemos conocido la calidez de su mano, su lucidez espiritual y su mirada serena nos queda la menuda tarea de mantener la esperanza de una masonería más consiente de sí misma. Despido a mi amigo y hermano con la esperanza del reencuentro. Que el Gran Arquitecto del Universo lo reciba en su seno y que su ejemplo nos ilumine a todos.

Eduardo R. Callaey

lunes, 17 de julio de 2017

La Iniciación, ¿Por qué y para qué?

Pocas veces tenemos la oportunidad de presentar trabajos verdaderamente originales sobre un tema tan complejo como la Iniciación. Habitualmente escribimos sobre lo ya escrito o nos ajustamos a parámetros generales que nos aseguren no perturbar el espíritu -de por sí perturbado- de la francmasonería. Es por ello que me llamó la atención este trabajo de nuestro Querido Hermano, el conde Pascal Gambirasio d’Asseux, autor de numerosas obras dedicadas a la senda espiritual propia de la caballería, la heráldica (o ciencia del blasón), y de la iniciación masónica como un camino interior y de encuentro con Dios. Hay un valor agregado al trabajo, de por sí valioso de Gambirasio, y es la introducción que escribe mi Querido Hermano y amigo Ramón Martí Blanco, Gran Prior Emérito del Gran Priorato de Hispania, quien hace una introducción al trabajo de Gambirasio que nos permite aproximarnos a los acontecimientos masónicos -y políticos- que marcaron los inicios del Régimen Escocés Rectificado en España en los años 90. De modo que no sólo se trata de un trabajo para la reflexión sino de la visión histórica, veinte años después, de acontecimientos importantes para la masonería de corte caballeresco en la Península Ibérica. Cabe señalar que Martí Blanco es el traductor de una de las obras fundamentales de Pascal Gambirasio, La Voie du Blason - Lecture spirituelle des armoiries, que a todos nos gustaría ver publicada en la lengua de Cervantes. 
Como es habitual en este blog, no se trata de una lectura sencilla ni mucho menos conformista, de modo que invitamos al lector a serenar el espíritu y disfrutar de una magnífica plancha. 




LA INICIACIÓN


Hace pocos días, haciendo limpieza del que hasta ahora había sido mi despacho profesional, el cual tengo que dejar llegada la edad de la jubilación, me encontré enfrentado a una inevitable montaña de papeles y documentos. A lo largo de todos estos años, se han ido acumulando archivos profesionales, pero también archivos relativos a asuntos de la Orden a la que continúo vinculado y que me tocó dirigir durante veinte años.

He tirado muchos papeles que no tenían ningún valor, como demuestra el hecho de haber estado allí sin que en todo este tiempo haya necesitado, ni tan siquiera consultarlos. Pero también se han salvado otros que parecían olvidados, y que al revisarlos, han revelado que forman parte de nuestra historia y de la historia de la existencia del Régimen Escocés Rectificado en España, mucho antes de la existencia del GRAN PRIORATO DE HISPANIA.

Entre ellos, también he encontrado artículos y trabajos de distintos Hermanos de aquí y de allí, y en particular ha llamado mi atención uno que he seleccionado de un Querido Hermano francés, que ha venido a recordarme una etapa de mi vida en que por razones profesionales, me veía obligado a efectuar estancias en París, al menos una vez al mes.

Recuerdo que transcurrían los años siguientes a las Olimpiadas de 1992 que se celebraron en Barcelona. Eran tiempos difíciles (en realidad, siempre lo han sido…) para el R.E.R. en España, ya que en 1993 acababa de constituirse a partir de y a través de la Gran Logia de España, el Gran Priorato de España K.T. Para la Gran Logia de España, ello significaba poder tener y controlar una Orden de caballería Templaria, al margen de la situación habida hasta entonces en que debían pasar –les gustara o no- a través del Gran Priorato de las Galias, que tenía una Orden de caballería, pero distinta y aunque aparentemente todo era caballería, en realidad era la Orden de los Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa, afecta al Régimen Escocés Rectificado.

Como consecuencia de todo ello, la estructura del R.E.R. existente (a nivel de Orden Interior, las Prefecturas de Zaragoza y Barcelona con sus correspondientes Encomiendas) pasaba a integrarse dentro del nuevo organismo creado por la masonería inglesa anglosajona, presidido por el Gran Priorato para Inglaterra y Gales de los K.T. Dicha estructura quedó integrada en un Priorato (que se sitúa por debajo de un Gran Priorato) que tomó el nombre de la antigua Provincia de la Orden del Temple en estos territorios: Aragón, e instalándome a mí como máximo responsable para el R.E.R. en nuestro país. A la práctica para nosotros era como si la “madre” hubiera marchado de casa dejándonos “huérfanos”, solo que no había marchado voluntariamente sino forzada por las circunstancias, sintiendo de algún modo que se había roto el “cordón umbilical” que nos unía a ella, y viéndonos forzados a madurar de golpe al tener que asumir de improviso nuestro destino.

En estas circunstancias, mis viajes profesionales a París se revelaron providenciales pues permitían continuar manteniendo un contacto y continuar “nutriéndonos” a partir de unos trabajos (en forma de Planchas) que daban un sentido y una explicación a un Rito Escocés Rectificado, que por su bisoñez y falta de experiencia, no contaba con nadie con experiencia suficiente sobre el particular en base al que poder inspirarse y diera luz a tantas y tantas dudas que aparecían en su práctica cotidiana, así como a muchas preguntas surgidas de la reflexión en profundidad de los contenidos y las distintas Instrucciones presentes en los rituales de cada grado.

Buscando esa referencia tan necesaria para nosotros, encontré la Logia de mi Querido Hermano y amigo, Daniel Fontaine, a la sazón Gran Maestro del G.P.D.G. La logia se llamaba “Amitié et Bienfaisance” y aglutinaba a lo bueno y mejor del R.E.R. en Francia. De hecho, los máximos dirigentes del G.P.D.G. –comenzando por su Gran Maestro/Gran Prior- formaban parte de ella, y se concentraba en la misma el gobierno de la Orden, lo que les permitía una mayor eficacia en la gestión y toma de decisiones. Cuando llegué por allí de la mano de Fontaine, el que hacia las funciones de Venerable Maestro es el actual Gran Maestro del G.P.D.G. y en una de las Tenidas a las que asistí, iniciaron a Dominique Vergnole, uno de los actuales Grandes Dirigentes y miembro actual del Consejo de Gobierno del G.P.D.G.

Está claro que dicha Logia era la más influyente para el R.E.R. en Francia, y sus trabajos, fuente de inspiración para todos, y también –claro está- para nosotros. Allí conocí a Pascal Gambirasio d’Asseux que llegaría a ser Rey de Armas del G.P.D.G. y según ellos mismos han reconocido, el mejor Rey de Armas que nunca han tenido. Es autor de diversos libros sobre heráldica, y en particular de uno que yo mismo traduje y que en el G.P.D.H. utilizamos como “libro de cabecera” para la formación de nuestros Escuderos Novicios de la Orden Interior, que se preparan en el conocimiento del Noble Arte, para llegado su día ser Armados Caballeros. Gambirasio es de los heraldistas que ha sabido darle a la lectura de las Armas, una dimensión espiritual que va más allá del buen conocimiento formal del arte del blasonamiento, a que se limitan la mayoría de heraldistas, salvo honrosas excepciones como es el caso de Gérard de Sorval. La heráldica es un lenguaje que se refiere al hombre y a su gesta en el mundo, y a diferencia de la mayoría de heraldistas, estos dos –pero Gambirasio especialmente-, contemplan al ser humano también en su aspecto espiritual, aspecto que conviene e interesa a aquellos que como nosotros estamos comprometidos en la gesta de la iniciación, siendo la iniciación caballeresca una modalidad, dentro de la iniciación cristiana.

Porque es sobre la INICIACIÓN que trata Pascal Gambirasio en su artículo que aquí estamos comentando. Pocos autores conozco que hayan tenido la valentía de abordar este tema tan abiertamente, desde la perspectiva cristiana. En relación a la iniciación se han escrito muchas cosas y he oído muchas tonterías, en particular de “esoteristas” de medio pelo que “pintan” una iniciación que quedaría reservada a los poseedores de la “verdad” quedando el resto de mortales como una serie de memos y crédulos.

El cuadro que nos pinta Gambirasio es mucho menos ambicioso y mucho más humilde, pero revistiéndolo a la vez de una grandeza solo comparable al objeto de su visión de la iniciación. Para comenzar, sitúa la iniciación en el marco referencial del Evangelio de Cristo, diciéndonos que ninguna iniciación puede estar al margen o por encima del mismo, lo que ayuda a situarse y no perderse.

Los ejemplos que utiliza, sus alusiones y sus referencias son el Evangelio [“el Evangelio es la Ley del Masón” dice nuestra Regla Masónica Rectificada], los Padres de la Iglesia y los rituales Rectificados. Cita sin ruborizarse y en diversas ocasiones la exhortación apostólica del Papa Juan Pablo II “Vita Consecrata” de 1996, poniendo de manifiesto su condición de masón católico Romano de manera desacomplejada, en un momento [y hoy todavía más] en que en el ámbito masónico cristiano, reconocerse católico quedaba mal visto, ya que los masones que aceptaban los orígenes cristianos de la masonería tradicional [que algunos descubrieron gracias a René Guénon], y se acercaban de nuevo a la tradición cristiana, veían admisible apuntarse a cualquier confesión cristiana, excepto la católica que se consideraba menos renovada y más degradada. En realidad, reflejos de la “modernidad”.

Sin embargo, Gambirasio conoce por supuesto a Guénon, y lo menciona [por su nombre o mediante sus planteamientos] en un par o tres de ocasiones, pero sus alusiones son inevitables ante un foro que no hubiera entendido que no se mencionara al autor que en el siglo XX empezó a hablarnos de la noción de tradición asociándola a la de religión. Con René Guénon se puede estar de acuerdo o no, siendo difícil para un cristiano creyente en la Revelación, aceptar una religión primordial [al menos como él la explica] de la que se derivarían todas las demás, señalando un ranking de degradación de cada una de estas religiones en relación a la primordial, quedando el catolicismo naturalmente a la cola. De ahí que Pascal Gambirasio considere lógicamente a Guénon, pero ponga por delante y en primer lugar a Cristo.

Menciona –aunque sea muy de pasada- a Louis-Claude de Saint-Martin, pero para nada a Martinès de Pasqually y por supuesto, ignora sus postulados conflictivos [para la tradición cristiana] que se pueden encontrar en su “Tratado”. Estoy de acuerdo con Gambirasio sobre que Saint-Martin –sin haber renegado de Pasqually- es mucho menos peligroso que este último. Pero insisto cómo destaca su perfil católico-romano al ponernos como ejemplo de receptividad y apertura a la voluntad de Dios, de la figura de la santa Virgen María.

Destaca también su percepción y diferenciación entre esoterismo cristiano y cristianismo esotérico que condena al pretender constituirse este en “una especie de cuerpo doctrinal distinto, incluso opuesto al Santo Evangelio” el cual sitúa por encima de todo. Es ese cristianismo esotérico a que se refiere Gambirasio, que tanta turbación ha traído a la Orden Rectificada por parte de aquellos que confunden la gimnasia con la magnesia, insistiendo en la existencia de una doctrina propia del Rectificado (heredera de algunos postulados equívocos de Pasqually) que estaría por encima (por aquello del purismo en la práctica del R.E.R.) de cualquier otra doctrina, chocando con esto con el Evangelio y con la doctrina de la Iglesia. La iniciación de “los confundidos” entraría entonces para Gambirasio en la categoría de las “tradiciones no cristianas” en la que el iniciado se sitúa por encima del resto al pretender poseer un tipo de conocimientos que los demás no poseen, entrando con ello en colusión con la tradición cristiana para la que “todo es dado” en plenitud por los sacramentos.

Muy interesante trabajo el de Pascal Gambirasio sobre “La Iniciación” y que aporta valiosas luces que he querido compartir, traduciendo sus reflexiones para hacer partícipes de las mismas al ámbito hispánico.


Ramón Martí Blanco
Barcelona, 15 de julio del 2017, (veinte años después de la aparición del trabajo de Gambirasio)
Festividad de San Buenaventura




LA INICIACIÓN,
¿POR QUÉ Y PARA QUÉ?

VISIONES DIVERSAS SOBRE LA VÍA INICIÁTICA EN EL MARCO EVANGÉLICO
Pascal Gambirasiod’Asseux


Este título es voluntariamente provocador. Pero la “pro-vocación”, en su esencia¿acaso no debe entenderse como un llamamiento para cumplir alguna cosa, como una llamada hacia algo o de alguien…? Siendo ese “alguien”, como bien habrá podido comprenderse, el mismo Cristo que no deja de llamar a los hombres a que lo sigan y a su imitación.

El subtítulo, por su parte, anuncia la orientación y el objetivo de este trabajo (que reconoce gustoso por su parte sus límites e imperfecciones) versando sobre un tema mayor de nuestra vía espiritual. En efecto, en tanto que iniciados cristianos debemos ser conscientes del carácter paradójicamente específico y universal de nuestro camino, y como bien señalaba el Papa Juan Pablo II en su exhortación apostólica “VITA CONSECRATA” presentada en 1996: “Aun cuando toda la Sagrada Escritura sea (…) fuente límpida y perenne de vida espiritual, los Evangelios son «el corazón de todas las Escrituras ».

El sentido de la palabra iniciación (del latín: initium, que viene de inire: compuesto por su parte dein, que significa en eire, significando ir, marchar, avanzarse) es doble y connota por una parte la idea de encaminamiento, más particularmente de los primeros pasos en el cumplimiento de este encaminamiento, y por otra, la idea de una interioridad.

La iniciación se define así de manera natural como un encaminamiento interior, como una búsqueda de interioridad, insistiendo en su carácter de comienzo probablemente con el fin de subrayar que su término, su cumplimiento “no es de este mundo” en su sentido evangélico, lo que tampoco no significa que no pueda ser alcanzada, realizada “en este mundo” o “desde este mundo”. Volveremos más adelante sobre esto.

Esta andadura interior, así pues estrictamente hablando, esta vía del y hacia el corazón, es simultáneamente, y de manera efectiva, andadura hacia lo “alto”, andadura hacia el Reino de los Cielos en el que Cristo Jesús nos revela que él “también” está y ello “en primer lugar” dentro de nosotros: “ved, en efecto, que el reino de Dios está dentro de vosotros[1]. Señalaremos aquí que el término de esoterismo significa precisamente “lo que está al interior”, en “el corazón” de las cosas o los seres.

Por otra parte, no nos es posible evocar este carácter de encaminamiento y vía que constituye el propio de la iniciación sin recordar estas palabras del Señor que aclaran e iluminan (en todos los sentidos del término) su naturaleza esencial: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”[2].

El Verbo divino encarnado en la adorable Persona de Jesucristo, se presenta así, no solamente como el objetivo de toda iniciación, sino también como la vía misma para acceder a ella; diríamos inclusive la Voz, la Palabra de llamamiento que invita a ello. Efectivamente, el hombre es llamado continuamente por su Creador y Salvador para que se gire (se torne: la conversión en su sentido pleno) hacia Él, Fuente de Amor y de Vida: “Sígueme”[3].

La iniciación es pues la búsqueda del reencuentro, de la intimidad con la Verdad revelada la cual, de igual modo como el Camino que conduce a ella, no es otra que una Persona, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

Por otra parte el esoterismo, o el conjunto de conocimientos y “operaciones” rituales que le están vinculados, significa muy precisamente lo que surge del ámbito de la interioridad y en consecuencia del secreto porque es de naturaleza sagrada y escondida en “la célula del corazón” según expresión monástica. El esoterismo, en oposición a la locura ocultista o de los travestismos heréticos en que algunos lo han convertido –en todos los sentidos de la palabra-, aparece así como el corazón, la médula y la sangre espirituales del Conocimiento y la Caridad que el Padre nos abre y nos pide por el Hijo en el Espíritu: “Venid, y lo veréis.”[4]

Pero es menester precisar que la iniciación, esencialmente, es una vía reservada; una voz que sólo es percibida si uno es escogido por ella. He ahí el auténtico sentido de la vocación que nos devuelve al deseo espiritual del santo encuentro que evocábamos hace un instante, encuentro de corazón a corazón con Dios, Creador, Salvador y Amigo, que a la vez se revela y se oculta. Y para nosotros, en tanto que cristianos, de la entrada más intensa en la participación adoptiva de la vida trinitaria, en este amor de las Tres Personas de una única naturaleza, que nos es dada por los Sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la eucaristía. La realidad de esta vía reservada, de esta vocación específica nos es anunciada y justificada por estas palabras de Jesús: “No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas ante los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y volviéndose a vosotros os despedacen.”[5], y cuando sus discípulos le preguntaban por qué hablaba a las turbas mediante parábolas, les respondía: “A vosotros os ha sido entregado el misterio del reino de Dios; mas a aquellos de fuera todo les viene en parábolas, para que mirando, miren y no vean; y oyendo, oigan y no entiendan (…).”[6] Múltiples son los sentidos de estas palabras, todos ellos complementarios. Significan la multiplicidad de los dones de Dios y de los caminos que llevan a Él y sugiere muy nítidamente, en particular por el calificativo de “aquellos de fuera” (dichos también profanos), la vocación iniciática y el conocimiento esotérico.

En otros términos, esta vocación iniciática, esta vía esotérica constituyen realmente una hermenéutica, pero interior y reservada (entendiendo que la hermenéutica es la interpretación teológica de los textos sagrados).

El misterio de este llamamiento es un componente del misterio de las vocaciones y carismas que Dios dispensa a cada uno según su sabiduría infinita para el bien de todos en la unidad de la Iglesia, como lo expone principalmente san Pablo en su epístola a los Romanos[7] y en su primera epístola a los Corintios[8]. El episodio de la Transfiguración del Señor fundamenta e ilustra esta vía de misterio reservado: en efecto, de entre los doce, Jesús escoge y llama únicamente a Pedro, Santiago y Juan; los lleva en un aparte únicamente a ellos a otra montaña, el monte Thabor, para contemplar la manifestación de la Gloria divina. Pero “descendiendo ellos del monte, les mandó que a nadie dijesen lo que habían visto, sino cuando el Hijo del Hombre hubiese resucitado de los muertos. Y guardaron la palabra entre sí.”[9] La tradición ha querido dar a Santiago y Juan el calificativo de Boanerges, nombre que significa literalmente “hijos del trueno”. Recordaremos, por una parte, que Juan y Santiago son los dos santos patrones de la iniciación de Oficio o Compañerazgo, y por otra, que en el curso de la ceremonia de iniciación según el Rito Escocés Rectificado el candidato, justo antes de recibir la luz, “oye” resonar el trueno.

La respuesta libre y amorosa del ser ante el llamamiento divino según su carisma propio, según el don del Espíritu que el Padre ha querido para él, es lo que defineal hombre de deseo, tal cual es evocado por el Apocalipsis de Juan y junto a él por el Filósofo Desconocido Louis-Claude de Saint-Martin.

Esta respuesta del amor del hombre al amor de Dios, que la teología denomina la redamatio, da testimonio de la orientación del ser, del “signo” que lo marca ontológicamente y del buen uso que el interesado ha hecho de su libertad, primero de los dones gratuitos del amor de Dios para con el hombre. Es la respuesta a la pregunta planteada por el Señor a Adán en el jardín del Edén después del Pecado y es entonces que precisamente Adán se esconde: “¿Dónde estás tú?”. Pero ésta vez, en la luz de la Salvación y la voluntad de conversión del hijo pródigo, la respuesta es idéntica a la del discípulo Ananías llamado por Jesús en el curso de una visión: “Heme aquí, Señor”[10] y satisface todo el conjunto y la anterior pregunta cuando la Caída y ésta llamada constante del Salvador citada anteriormente: “Sígueme”.

Es la respuesta del ser que presenta su dignidad esencial, su nobleza original y que experimenta en lo más profundo de sí mismo que su razón primera no es otra que escatológica: la alabanza y la adoración de la Santísima Trinidad en la intimidad filial de este diálogo auténtico y misterioso que es la verdadera contemplación: la presencia del corazón del hombre con la Presencia del Corazón de Dios en él, en primer lugar, por el de Jesús, el Emmanuel por el Espíritu Santo.

Por otra parte en este aspecto, el primer carácter de la vía iniciática, en su modalidad cristiana, es perfectamente mariano puesto que en efecto, en la historia de los hombres como en la plenitud de los tiempos, no existe ninguna criatura, ningún ser comparable a la santa Virgen María quien, en fruto de su total oblación a Dios, ha sido objeto de la manera más eminente y única de la presencia en ella del Verbo por el Espíritu. En este sentido asume por todos nosotros el paradigma de toda santidad y nos es dada a la vez como ejemplo y como madre. A la Iglesia en general y a cada uno de sus hijos en particular, especialmente a aquellos que han recibido la cualificación iniciática, ella muestra, cuando la Anunciación, la única vía hacia Dios presentándose como el cumplimiento perfecto: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra”.[11]

La “cualidad mariana” se revela pues como carácter constitutivo de toda alma ofrecida a Dios y viviendo de y para el Señor, Única Realidad, único origen y Único Término.

Vía activa en una aparente pasividad que es de hecho una recepción gustosa y activa, una receptividad actuante y discerniente del corazón y del espíritu. ¿No es acaso el trabajo de todo iniciado y principalmente el del aprendiz, sentado silenciosamente en la columna del norte y que acaba de nacer (o quizá mejor renacer) a la Luz que es Cristo? Para realizar esta recepción, es preciso en primer lugar ser capaz del recogimiento, que es silencio y secreto, así pues vigilancia del centro del ser, esta “célula del corazón” de la que hablábamos más arriba. Esta guardia, esta vigilancia, es un elemento clave –en el pleno sentido de la palabra-, de la vía espiritual y muy especialmente de la vía iniciática, ligada por naturaleza al misterio del silencio y de la Luz escondida para aquel que no está llamado a contemplarla en todo su esplendor. El ritual de cierre de los trabajos del Rito Escocés Rectificado se nos presenta como una ilustración inmediata a través de estas palabras pronunciadas por el Venerable Maestro: “Que la Luz que nos ha iluminado en nuestros trabajos no sea nunca expuesta a los ojos de los profanos”.[12]

Esta vigilia, este recogimiento en la humildad, ya que quien se siente llamado y todavía más en el camino de la iniciación, sólo puede hacer íntimamente suyas estas palabras pronunciadas por todos y cada uno en el momento de la comunión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo: “Domine, non sum dignus (Señor, no soy digno de que entres en mi casa; pero una palabra tuya bastará para sanarme)”, esta guardia y este recogimiento,así pues, se enraízan y se alimentan del ejemplo mayor de María acogiendo la Palabra y recogiéndose en Ella para mejor ofrecerla al mundo, así como san Lucas lo señala: “María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”.[13]

Es solamente en la plenitud de esta actitud que toda alma está dedicada a volver a ser, lo que ella siempre ha sido y nunca ha dejado de serlo, desde toda la eternidad, y que traduce tan pertinentemente el blasón y la divisa del grado de Aprendiz (“AdhucStat”).

Es también el signo cristiano de este camino iniciático, que de alguna manera y según su carácter propio y sus carismas específicos, sella lo que en términos teológicos se denomina la consagración: se evoca entonces la vida consagrada o una persona. Nos parece oportuno citar aquí un breve pasaje de la exhortación pontifical citada anteriormente: “A imagen de Jesús, el ‘Hijo bien amado’ que el Padre ha consagrado y enviado al mundo[14], aquellos que Dios ha llamado para que le sigan, están ellos también consagrados y enviados al mundo con el fin de imitar su ejemplo y proseguir su misión. Esto se aplica a todos los discípulos en general. No obstante, se aplica de manera más particular a aquellos que son llamados a seguir a Cristo “más de cerca”, en la forma específica de la vida consagrada, y hacer de ello el “todo” de su existencia (…) La misión, en efecto, caracterizándose por las obras exteriores, consiste en hacer presente al mundo el mismo Cristo a través de su testimonio personal. He ahí el desafío, ¡he ahí el objetivo primero de la vida consagrada! En la medida que uno se deja configurar a Cristo, más lo hace presente y actuante en el mundo para la salvación de los hombres. Esta consagración, que no debe ser confundida con uno de los siete sacramentos, es el vector de cargos y deberes espirituales.

En el plano y en el ámbito que son los suyos, la iniciación es comparable a una consagración y exige con el mismo rigor la cualificación y fidelidad a los compromisos solemnemente adquiridos. Por lo demás, ¿acaso en el ritual de cierre del Rito Rectificado no se nos pide: “llevar entre los otros hombres las virtudes de las cuales habéis jurado dar ejemplo”[15]… Esta “consagración iniciática”, podríamos decir, cuyo carácter imborrable queda impreso en el ser por la recepción de lo que René Guénon denomina “la influencia espiritual” recibida en el momento de la ceremonia de iniciación, es también, en corolario, la fuente de los carismas necesarios a esa misión, a estos deberes. Carismas, a los que por otra parte aspira nuestra plegaria de cierre de los trabajos recitada en el seno de la cadena de unión, dispensados por el Espíritu sobre cada uno de acuerdo a sus necesidades y los deseos de Dios respecto a él.

Sobre la naturaleza y los “efectos” de la iniciación, es ciertamente necesario distinguir según se opere en el seno de las tradiciones no cristianas o en el marco evangélico de la Nueva y Eterna Alianza.


Tradiciones no cristianas

La iniciación constituye, en el contexto espiritual considerado, como un “plus” que aporta en relación a lo que recibe la “multitud” realmente una gracia suplementaria. La iniciación, por su parte, a través de la bendición específica que ella representa, confiere una suerte de privilegio a ojos de lo que es transmitido a la masa de fieles. En la medida que estos últimos reciben el viático general que les permitirá cumplir lo mejor posible a su estado su peregrinación terrestre (en modo bíblico, diríamos que son admitidos en el recinto del Templo, incluso en el Santo), la iniciación se presenta entonces como la posibilidad de franquear el umbral, siendo admitido en el Santo de los Santos; quedando así como la recepción de un tipo de bendición reservada.

Así mismo, este “plus” que evocábamos hace un instante se percibe y analiza como un elemento de interioridad y decondicionamiento “suplementario” en el cuadro de la revelación espiritual considerada. Dicho de otra manera, se trata de una gracia (de una “influencia espiritual” como diría Guénon) que aproxima al Centro a aquel que la recibe, permitiéndole, obrándole en el pleno sentido de la palabra, otras posibilidades, otros campos de realización espiritual en esta vida o en lo que se ha convenido denominar los estados póstumos del ser. Estos estados pudiendo entonces diferir esencialmente, en este contexto tradicional no cristiano, según uno esté iniciado o no, y a condición que dicha iniciación se haya cumplido, o que uno se beneficie (si se nos permite decirlo ya que de por sí es un testimonio eficaz e inconmensurable de la atención misericordiosa del Creador para sus hijos), “solamente” de la bendición general que “envuelve” al conjunto de miembros de la comunidad con vistas a un viático espiritual apto para ser alcanzado y cumplido por esta multitud todavía no sensible al deseo de interioridad y de lo absoluto “para el Reino de los Cielos”.




Tradición cristiana

Fundamentalmente a diferencia de otras formas tradicionales, precisamente porque se trata de la Nueva y Eterna Alianza en la que interviene “la plenitud de los tiempos”, según la promesa de Dios, la revelación cristiana no conoce, o quizá mejor no considera, esta distinción de algún modo jerárquica de bendiciones, de la “periferia” al “centro”.

“Todo es dado” en plenitud por los sacramentos fundamentales del bautismo y la confirmación y por la participación de la comunión eucarística que los mismos sacramentos permiten y para el que son ordenados.

El hombre, por el santo bautismo es definitiva y radicalmente lavado del pecado original, o lo que es lo mismo, de las consecuencias ontológicas del pecado de Adán. El hombre es salvado de la Caída y la marca de Satán sobre él queda borrada, aunque permanece, a pesar de todo, susceptible y así pues sensible a las tentaciones del Maligno quien continúa pudiéndolo herir a nivel individual mediante sus potenciales corrupciones si se deja seducir y subyugar. Pero las aguas vivas del bautismo y el fuego de esta pentecostés personal que constituye la confirmación, marcan de manera imborrable al ser que las recibe y hacen de él un ser nuevo, un ser renovado en el Señor. El alimento eucarístico, finalmente, lo hace entrar como por “anticipación escatológica” en los misterios del Reino de Dios y ser admitido, por la gracia adoptiva a la vida Trinitaria que las Tres Personas tienen por naturaleza.

Como podemos ver, y es aquí la doctrina cristiana con toda su autoridad divina la que afirma a través del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia, que no es posible que en el marco espiritualla iniciación aporte una gracia “de más” en relación en relación al resto que no fuera compartida por el conjunto de bautizados. Es de igual modo precisamente en esto que el cristianismo y la iniciación cristiana difieren de otras tradiciones.

Sin embargo, esto no significa que la vía iniciática pierda su razón de ser en el contexto cristiano, ni tampoco su “eficacidad” propia, muy al contrario; y si acaso no confiere “nada de más”, ella transmite “algo mucho mejor”, dicho también lo “más cercano” a Cristo por retomar la expresión del Santo Padre (cf. Vita Consecrata). Ella constituye, si se nos permite el ejemplo, una ampliación, una intensificación del sacramento de la confirmación y más precisamente todavía de ciertas virtudes y gracias del Espíritu Santo que este confiere, en particular la virtud de la Fuerza y la de la Justicia, particularmente vinculadas a la iniciación caballeresca. Por otra parte, podemos acudir a la misma doctrina de la Iglesia en cuanto a la definición ya los efectos del sacramento de la Orden, reservada a algunos en relación a las gracias y caracteres generales compartidos por todos los bautizados, llamados –no lo olvidemos- al triple ministerio real, sacerdotal y profético. La iniciación, en el marco de la tradición cristiana, integra, culmina, recapitula y justifica las iniciaciones anteriores, todas ellas fundamentalmente de origen divino y coeternas al hombre desde su exilio “en este mundo”. Actúa en esto exactamente la tradición cristiana como respecto a otras tradiciones en el plano dicho “exotérico”.

De este modo la iniciación cristiana transfigura e ilumina las iniciaciones anteriores las cuales aparecen como prefiguraciones. En lenguaje teológico, diríamos que estas iniciaciones quedan “justificadas”, en efecto, es decir a la vez legitimadas en su naturaleza y objeto, y en lo sucesivo comprendidas y “situadas” como “propedéuticas” antes que la Palabra no se encarnara en la historia de los hombres. Estas religiones e iniciaciones contribuyeron, según su orden, a realizar lo que Juan el Bautista nos exhorta a efectuar en nuestros corazones respectivos: preparar y enderezar el camino hacia el Señor[16]. Esta “justificación” le permite tomar finalmente su verdadera dimensión y revelar su auténtica “eficacidad espiritual”.

La iniciación, en el marco cristiano, está marcada por el mismo sello. Los elementos arquetípicos y preexistentes en la perspectiva que acabamos de definir quedan en lo sucesivo ordenados a la Palabra última y viviente de Dios hecho hombre, Jesucristo, que da y deja al mundo su Alianza, su Alegría y su Paz.

Como la religión en la que se inscribe en un corazón radiante, la iniciación cristiana “recapitula” igualmente todo lo que fue o permanece en la materia como al igual en gracias anteriores, lo que significa que las reúne y traspasa, que las sintetiza e ilumina en plena comunión de sentido.

Por otra parte, firma y abre una profundización en la mirada interior, una apertura del “ojo del corazón” en favor del iniciado cristiano en relación a su hermano cristiano no iniciado. Como ya hemos dicho, el no iniciado, no soporta una falta, ya que el iniciado, sin tener un “plus” goza de un “mejor” en una ilustración de la diversidad de carismas y la superabundancia evangélica.

Ya que, si todos los cristianos están “situados” por la gracia del bautismo, en el “centro”, en el “corazón de Dios”, el iniciado en particular, percibe sus latidos con mayor consciencia, deseo e intensidad. Es de hecho el oficiante y el guardián, de acuerdo a su vocación y a los dones que el Espíritu le haya otorgado. En esto consiste su misión en este mundo.

Así mismo, la iniciación en el marco de la religión cristiana, busca con todo amor y toda humildad la revelación del corazón del Evangelio, de la interioridad cardíaca o cordial de la Alianza del Cordero de Dios, Salvador del mundo.

Y ¿por qué–pues-, querer ir más allá, hacia Dios? ¿Por qué pues ir, como dice el Santo Padre: “lo más cerca de Cristo”?[17] La respuesta la tenemos, por una parte, en estas palabras de san Macario de Egipto: “Si alguien dice: ‘soy rico, tengo todo lo que pueda necesitar, no necesito nada más’, este no es cristiano sino un vaso de iniquidad diabólica. Ya que el placer que se tiene en Dios es tanto que uno no puede saciarse. Cuanto más se gusta, cuanto más en comunión estas con Él, más hambre tienes.”

Ahora bien esta hambre a que nos referimos, ¿acaso no es la vocación primera, esencial, del hombre la verdadera vida de su ser…?

Y en estas palabras de san Anselmo, por otra: “No trato, Señor, de penetrar en vuestras profundidades ya que mi inteligencia no es en absoluto comparable, sino tan solo deseo comprender un tanto vuestra verdad que mi corazón cree y ama.”

Estos dos Padres de la Iglesia explicitan de esta manera y en su radicalidad la fuente y la legitimidad espirituales y evangélicas de la meditación teológica al igual que de la vía iniciática.

Por otra parte, toda la vía se resume, se consuma y se consume en el ejemplo y el testimonio de estos tres faros de la espiritualidad carmelitana que podemos contemplar como iniciados por el mismo Espíritu Santo.En primer lugar, san Juan de la Cruz cuando afirma: “en el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”; santa Teresa de Jesús (santa Teresa de Ávila), a continuación cuando proclama: “Y sin amor todo es nada”; finalmente santa Teresa del Niño Jesús (santa Teresa de Lisieux), que nos deja el perfume de su alma, escribiendo: “En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor”.

Amor y conocimiento como una sola y única plegaria, como una sola y única obra cristiana, san Pablo lo confirma y exhorta a ello con estas palabras: “Que vuestra caridad abunde más y más en el conocimiento y en toda comprensión”[18]. He ahí lo que teje el carácter de la iniciación cristiana, el mantillo de tierra en que germina y crece.

En esta realidad y por tal de captar un tanto la dimensión de la iniciación cristiana y del esoterismo cristiano, podemos considerar la síntesis siguiente: Bautismo y Confirmación son los sacramentos fundamentales del cristiano: los sacramentos, es decir los signos y los instrumentos eficaces de la regeneración de su ser por la gracia salvífica del “Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”[19] y redime el pecado de Adán al precio de su Preciosa Sangre. La eucaristía, alimento celeste o pan de los ángeles, es la participación “desde esta vida” de la Vida trinitaria, abierta por los dos sacramentos anteriormente citados.

En el seno de la plenitud de estos tres sacramentos que “marcan” ontológicamente al cristiano y componen una única familia, en la Iglesia, donde todos comparten la misma dignidad y los mismos efectos de la gracia de este modo dispensada, hay como tres recintos en la economía general de las misiones ligadas a la vocación de cada uno, que no difieren en jerarquía sino en carácter. Y la iniciación es uno de estos tres recintos. Recordemos estas palabras del Apóstol: “Y hay diferencias de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diferencias de ministerios, pero es uno mismo el Señor. Y hay diferencias de operaciones, pero es uno mismo el Dios que lo opera todo en todos. A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para lo conveniente.”[20]


El sacramento de la Ordenación

Según la jerarquía tradicional y estrictamente hablando, únicamente el Obispo (consagración episcopal) y el Presbítero (ordenación sacerdotal) están facultados para celebrar la eucaristía, ya que el Diácono no ha recibido la ordenación que se lo permitiría. De acuerdo a ello, la misión y el carisma del obispo y del sacerdote, por la gracia y el carácter del sacramento de la Ordenación, es el de configurarse a Cristo para cumplir el sacrificio eucarístico y asumir la plenitud del apostolado en beneficio de todos. En estos “actos”, se encuentra realmente el Verbo de Dios que actúa en y por ellos.


La vida consagrada

Esta consagración no se inscribe entre el número de los siete sacramentos. Dicha dedicación, define y sella la vocación religiosa regular o secular de los hombres y mujeres que “toman el hábito” de las Ordenes monásticas, o se comprometen en el seno de las Congregaciones o Institutos religiosos. Es igualmente la vía de los laicos pertenecientes a lo que se denomina las Ordenes Terciarias u Ordenes terceras, surgidas de una de las Ordenes monásticas mencionadas. El carácter de esta vía dedicada y la especificidad de la misión de aquellos que son llamados a la misma es el de vivir en imitación perfecta a Cristo, castamente, pobremente, obedeciendo la voluntad del Padre, orando y llevando su misión, a fin de hacerlo presente, incluso y sobre todo, allí donde no es conocido o reconocido. En su modalidad religiosa, es la ascesis hacia la santidad a la que todos los hombres están llamados -aunque bien pocos respondan a esa vocación-, para convertirse en el germen del Amor, de la Paz y de la Alegría de Dios.


La iniciación

En el marco cristiano, la iniciación se presenta, a la vez y en una aparente paradoja, como un aspecto central y específico de la consagración evocada en el párrafo precedente.

Aspecto central, porque la iniciación nace y vive de la Palabra encarnada que es simultáneamente la Luz verdadera que ilumina a todos los hombres, como bien anuncia el Prólogo del Evangelio según san Juan[21]. Central y así pues, en el sentido pleno de la palabra, católico, es decir universal. Es en esto por otra parte, que a imitación del Evangelio en el seno del cual se inscribe, la vía iniciática cristiana “recapitula” como se ha dicho, “conteniendo” en cierto modo, todas las iniciaciones anteriores.

La iniciación cristiana constituye el corazón  de “la iniciación” por consecuencia inmediata del hecho que el Evangelio constituye a su vez el corazón de todas las Revelaciones divinas precedentes hasta entonces identificadas como prefiguraciones y propedéuticas. Analógicamente y haciendo un paralelismo, podemos ver que en el Rito Escocés Rectificado, desvelamos la luz al candidato durante la ceremonia de iniciación en dos tiempos: en el primero, desvelándole solamente una luz “difusa”, precisamente porque sus ojos –el alma del candidato- no son todavía capaces de soportar en todo su esplendor-en que por otra parte nunca ha dejado de brillar-, mientras que en el segundo, se sitúa al candidato frente a y en la gloria de la Presencia, en un recuerdo del bautismo que lo revistió de Cristo, Luz del Mundo. Podemos comprender ahora por qué la iniciación hace de él en lo sucesivo, un “hijo del trueno”, un “hijo de la Luz”.

Aspecto específico, ya que la iniciación, el conocimiento esotérico, tiene por misión abrir el ser que está llamado al absoluto de la Buena Nueva y a la realización, por los ejercicios espirituales que le están vinculados y reservados, de cuerpo de gloria o cuerpo de resurrección. ¿Acaso no afirma la tradición iniciática, que al mediodía en punto, el iniciado cumplido no proyecta ninguna sombra…?

La Gran Obra de esta vocación es pues la de actualizar, la de “anticipar”, si se nos permite, lo que debe advenir escatológicamente, en primer lugar a título individual en lo que se acostumbra a denominar los estados póstumos del ser, en cumplimiento de la Resurrección de la carne y a continuación a título colectivo, lo que significa radicalmente la Comunión de los Santos, cuando todo estará acabado en la Plenitud de los tiempos en que Dios será “todo en todos”[22], como dice san Pablo.

A través del camino trazado por las Beatitudes, que residen en la vía real del cristiano, así como por las “operaciones” y ejercicios espirituales que le son propios, la vía iniciática permite a aquellos que son llamados a esta realización en modo religioso o monástico, realizarla incluso “en esta vida” y “desde esta vida”, constituyéndose en los guardianes de una enseñanza que el Señor entiende que no es bueno que sea compartida por todos. Esta santa ciencia llama a aquellos que la profesan a convertirse y permanecer eficientes y oficiando al servicio de la Verdadera Luz que es Cristo. Por todo ello, no por revelación directa, sino por una especie de “capilaridad espiritual” a través de la acción de presencia y la ascesis particular de los iniciados, este arte real y reservado concurre igualmente al bien común.

De todas formas, la iniciación es “pentecóstica” ya que por ella el Espíritu refuerza, por decirlo de algún modo, su presencia en el corazón del hombre. Igualmente, promete en su perfección una asunción del ser por el logro del estado glorioso que acabamos de evocar. El profeta Elías, por otra parte patrón de los Carmelitas, y antes que todo, la Virgen María son los ejemplos mayores de lo que nos es prometido si permanecemos fieles a las promesas de nuestro bautismo y a nuestros votos iniciáticos.

Una en su naturaleza, pero múltiple en sus formas, la iniciación en el marco cristiano que es el nuestro, presenta las vías siguientes:
-          La vía del Oficio, dicha también Francmasonería y el Compañerazgo
-          La vía heroica, es decir la Caballería y su lenguaje simbólico: la heráldica
-          La vía alquímica y hermética: Al-kimia significando en efecto química de Dios (Al/El)
-          La vía de las letras y los números o cábala cristiana.

Sin olvidar que con toda evidencia la manifestación más perfecta y más acabada de todo esoterismo se tiene en ese misterio insondable del amor de Dios que nos sacia de su Presencia y de su Vida bajo las Santas Especies Eucarísticas.

Sea cual sea el camino escogido o “que nos haya escogido”, es preciso saber que el peregrinaje es largo y difícil e incluso peligroso. La vía iniciática, en plena armonía con la paradoja a que nos referíamos en preámbulo, conjuga el don y el misterio de hacernos partícipes del anuncio de la Buena Nueva por un testimonio de vida auténtica aún y que permaneciendo secreta, en la medida que permanece reservada solamente para aquel que está llamado para franquear el umbral. Este secreto no debe sorprendernos. ¿Acaso san Pablo no enseña? que: “(…) vuestra vida quedó oculta con Cristo en Dios; cuando Cristo, que es vuestra vida, se muestre, os mostraréis también vosotros en gloria con él.”[23]

Así, podemos hablar de una verdadera “legitimidad evangélica” de la iniciación. Es en este sentido que es lícito y verdadero hablar de un esoterismo cristiano. Insistimos y subrayamos –a continuación de René Guénon- el hecho que se trata de un esoterismo cristiano, es decir una vía de interioridad espiritual en la acogida y meditación de la Palabra de Dios (en ejemplo, citaremos la lectura alquímica del Apocalipsis de Juan que constituye una de las aplicaciones del sentido anagógico de las Escrituras) y no de un cristianismo esotérico que constituiría una especie de cuerpo doctrinal distinto, incluso opuesto al Santo Evangelio.

Cristo, no solamente permite sino que anima y legitima esta gesta cuando el episodio de la unción de Betania. En efecto, mientras que Judas se indigna por el hecho que María esparza a los pies del Señor un perfume de nardos de alto precio, poniendo como objeción las necesidades de los pobres, Jesús responde: “Déjala…”[24]. En uno de los significados en que podrían ser entendidas estas palabras, pide a cualquiera que permanezca extraño a una misión o carisma particulares y especialmente a la vía iniciática, de no obstaculizar esta vocación de interioridad operativa que, ciertamente, uno puede no llegar a comprender, que puede incluso llegar a molestar a otros, y como sucede para la vida contemplativa, puede no llegar a verse la necesidad y la belleza que supone a los ojos de Dios.

Subsiste, al cabo de toda esta exposición, una pregunta fundamental, en el verdadero sentido del término: ¿cómo cumplir nuestra vocación cristiana e iniciática? Esencialmente por la fiel aplicación de esta enseñanza de los Padres y grandes maestros de la acción apostólica que recuerda por otra parte el Santo Padre en su exhortación sobre la vida consagrada: “es preciso tener confianza en Dios como si todo dependiera de Él, y al mismo tiempo, comprometerse con generosidad como si todo dependiera de nosotros”.


Pascal Gambirasio d’Asseux
Enero de 1997.




[1]Lucas 17, 20-21.
[2]Juan 14, 6.
[3]Mateo 4, 19-20; Marcos 1, 17-18; Juan 1, 37-39.
[4]Juan 1, 39.
[5]Mateo 7, 6.
[6]Marcos 4, 11-12; Mateo 13, 11-13.
[7]1 Romanos 12, 3-8.
[8](en particular 1 Corintios 12, 4-30.
[9]Marcos 9, 2-10; Lucas 9, 28-36.
[10]Hechos 9, 10.
[11]Lucas 1, 38.
[12]Ritual Aprendiz, pág. 104.
[13]Lucas 2, 19.
[14]Juan 10, 36.
[15]Ritual Aprendiz, pág. 105.
[16]Juan 1, 23.
[17]Cf. VIA CONSECRATA, Juan Pablo II, Exhortación Apostólica, 1996.
[18]Filipenses 1, 9.
[19]Juan 1, 29.
[20]I Corintios 12, 4-7.
[21]Juan 1, 9.
[22]I Corintios 15, 28.
[23]Colosenses 3, 3-4.
[24]Juan 12, 7.

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