Al igual que en el siglo XVIII, la francmasonería se encuentra frente a
una crisis de identidad. Desde el extremo racionalismo hasta el
ocultismo más trasnochado, los masones asistimos a una fragmentación inaudita.
La faceta más preocupante de este fenómeno en la contumaz manipulación del
discurso de los muertos, junto con el empeño que algunos ponen en aras de
mantener vivos unos mitos y unos dislates que ya debieran haberse zanjado en
honor los trabajos de investigación producidos desde que nació la masonología
como disciplina específica que estudia la historia de la masonería.

La historiografía masónica atraviesa una etapa
de profunda transformación. No es un hecho extraordinario que tal cosa ocurra
si se tiene en cuenta que la historiografía general ha sufrido un cambio de
paradigma. La tecnología no es ajena a este fenómeno. Las inmensas bases de
datos volcadas a internet; las nuevas herramientas en el análisis de
documentos; el avance en la clasificación de millones de fuentes que
permanecieron inconexas hasta el advenimiento de la globalización, son algunos
de los hechos objetivos que han producido este cambio. Sin embargo, presentar un
trabajo de investigación histórica sigue requiriendo ser minucioso en torno al
uso de las fuentes y riguroso en la exposición de la documentación utilizada y
de su origen, porque paradójicamente, en la era de la información, no toda la
que circula es confiable y los errores se multiplican a velocidad exponencial.
El remedio de esto es la crítica misma de las fuentes, una disciplina que se
conoce como heurística y que brilla por su ausencia a la hora publicar sobre
historia de la masonería.
En medio de esta verdadera revolución, los masones nos
empeñamos en mantener separada a la Historia de sus propios fundamentos
teoréticos. Se toma un texto de tal o cual masón y se lo presenta como si el
texto mismo fuese la panacea de tal o cual rito, cuando es sabido que todo
texto ingresa en el campo de la historia en el contexto de dichos fundamentos
teoréticos (geopolíticos, raciales, filológicos, sexuales, religiosos,
intelectuales etc.) Del mismo modo, especialmente en el campo de la
francmasonería liberal, se mantiene un concepto de historiografía sociológica,
que acentúa su interés sobre lo colectivo, despreciando todos los elementos
subjetivos, en contraposición al estudio de las mentalidades, que ha logrado
modificar, entre otras cosas, la visión sesgada y negativa que se tenía de la
Edad Media o del mundo pre-revolucionario anterior a 1789.
El acceso a las fuentes ha permitido el hallazgo –por
parte de los historiadores de la fracmasonería- de fuentes medievales que
resultan contundentes a la hora de demostrar el origen cristiano de las
organizaciones de constructores en la Edad Media, tanto en su versión monástica
primitiva tanto como en su etapa de trasformación secular. Sin embargo, pese a
la abrumadora cantidad de testimonios que refuerzan esta tesis, pareciera que
la idea de una masonería progresista, ilustrada y asociada al fervor
revolucionario de fines del siglo XVIII continúa sostenida sin descanso por
quienes reclaman su herencia.
Esta posición resulta, por lo menos, una curiosidad.
Porque si hubo una etapa en la que la francmasonería desarrolló un espíritu
místico y fuertemente espiritual es precisamente en el último cuarto del siglo
XVIII, época en la que se realizaron numerosos Conventos que intentaban,
justamente, encontrar un sentido “final” y un objeto “verdadero” a la Orden de
los francmasones.
Es necesario un trabajo historiográfico que intente exponer de qué modo ha sido escrita
la historia de un período turbulento y dinámico de la francmasonería en el que
se sentaron las bases de una corriente masónica tradicional, fuertemente
espiritual, que ha sobrevivido hasta nuestros días, corriente a la que
pertenece el denominado Régimen Escocés Rectificado.
Es necesario escuchar sus voces, antes que las
nuestras. Es necesario entender sus mentalidades antes que nuestras propias
construcciones intelectuales. Pero por sobre todas las cosas es necesario
terminar con una historia fuera de contexto, en donde los personajes se
analizan de manera fragmentada, como si un hombre fuese el mismo a los veinte
que a los ochenta años.
Para ello hemos de intentar trabajar con los
documentos que fueron producidos en la medida en que los hechos se
desarrollaban, sin privarnos de un análisis de sus detonantes, su contexto y
sus consecuencias. En tal caso no sólo hemos de tener en cuenta las fuentes en
sentido estricto –como, por ejemplo, las Actas del Convento de Wilhelmsbad, o
la correspondencia de Willermoz o el Duque Ferdinand de Brunswick- sino también
la opinión de aquellos que nos han precedido, de manera fragmentada o general,
en el análisis de esta corriente masónica que nos ocupa.
Se trata, sin dudas, de un segmento particular de la
historia de la francmasonería. Pero a su vez se trata de un momento crucial
cuyos actores exceden el marco del Régimen Escocés Rectificado surgido del Convento
de Wilhelmsbad porque éste tenía por misión la de determinar de qué manera
podría ponerse fin a la confusión reinante en uno de los períodos más convulsos
de la historia masónica. Podría decirse que, tomando como punto de inflexión ha
dicho Convento, nos vemos obligados a una descripción de la vida masónica en el
último cuarto del siglo XVIII, porque el evento cuya historiografía queremos
abordar fue el agente catalizador de varias de las principales corrientes
masónicas de la época, en la que podemos encontrar antecedentes ideológicos de
lo que luego se desataría con la Revolución Francesa, pero también el origen de
algunas fábulas que han llegado hasta nuestros días como lo es, en tal caso, la
mentada infiltración de la Compañía de Jesús en la francmasonería.
No debe perderse de vista que, si bien la construcción
del Régimen Escocés Rectificado fue casi concluida en los días de Wilhelmsbad,
sus antecedentes se remontan a la fundación de la Orden de la Estricta
Observancia, llevada a cabo por el barón von Hund bajo la influencia directa
del alto mando del exilio estuardista en Francia. Pero que también
registra un origen doctrinario –esta es
la palabra adecuada- en el movimiento lyones encabezado por Jean-Baptiste
Willermoz en Francia. Tampoco debe perderse de vista que al momento del
Convento de Wilhelmsbad habían transcurrido nada menos que cuarenta años desde
que von Hund fuese comisionado a restablecer las antiguas provincias de la
Orden del Temple por el “caballero de la pluma roja”, razón por la que hemos de
aceptar que la Estricta Observancia había sufrido grandes cambios, producto de
crisis, mutaciones y adaptaciones. Mucho menos podemos olvidar que cuando
Willermoz partió hacia tierras alemanas -portando un pasaporte y dos pistolas
con las que llegaría hasta la ciudad alemana en la que se llevarían a cabo las
sesiones del Convento- su maestro de juventud, Martínez de Parqually llevaba
casi cuatro décadas bajo tierra en algún ignoto lugar de Santo Domingo. Creer
que el estuardismo de von Hund y las doctrinas de Martínez llegaban en su
versión original a Wilhelmsbad después de dos generaciones sería como admitir
que Churchill y De Gaulle discutieron la contraofensiva aliada desde la
perspectiva de su experiencia liceísta. Ni Brunswick era von Hund, ni Willermoz
era Martínez, aunque algunas voces pretendan que en esos cuarenta años uno y
otro sólo vivieran sólo para sostener aquello que querían cambiar.
La historia es la ciencia que zanja la brecha entre el
hecho narrado y el hecho vivido. Allí está la habilidad del historiador. En
tanto que la historiografía es el arte de escribirla y aquí, lo que vale, es la
habilidad del narrador. En el caso que nos ocupa se da una circunstancia
excepcional, dado que para la consumación de un Convento masónico son necesarias
negociaciones previas, correspondencia, acreditaciones, poderes,
representaciones, ponencias, y finalmente actas. Toda esta documentación se
encuentra a nuestro alcance. Y si no toda, gran parte de ella, porque existen
trabajos de clasificación ya realizada que nos facilitan enormemente la tarea.
Sin embargo, nuevamente surge la necesidad del análisis histórico, es decir,
acercarnos a la intención de aquel que escribe, que registra, que expone,
porque ninguno de estos hombres cuya labor e ideas describiremos, era inocente
respecto de las intenciones políticas del Convento. No estamos en presencia de
un conjunto de apóstoles sino en la de un grupo eminentemente político que
intentaba poner fin a una fragmentación extraordinaria sin dejar, por ello, de
influir deliberadamente en las sesiones.
Sabemos que en Wilhelmsbad actuaron agentes cuyo
trabajo nada tenía que ver con la búsqueda de una masonería “verdadera” sino
con su infiltración cuyas intenciones políticas bien podríamos calificar de
“criminales” para la época, tal el caso de los Iluminados de Babiera. Sabemos
también que otros delegados concurrieron en calidad de espías y aún de
agitadores. Sabemos que el eje representado por los hombres de Willermoz y los
de Brunswick debió realizar ingentes esfuerzos para que el Convento no diera
por tierra con el proyecto trazado previamente. Y finalmente también sabemos
que a poco de finalizar la construcción del nuevo Régimen, numerosas logias lo
desconocieron y nunca lo aplicaron. El trabajo de Faustino Oncina Coves sobre
el epistolario de Fichte sigue siendo un clásico respecto a esa “otra”
masonería ausente en Wilhelmsbad.
Probablemente, la precipitación de los hechos que derivaron
en la Revolución Francesa -que hizo que la dirigencia del RER, constituida
mayoritariamente por nobles de espada, debiera ocuparse de asuntos más urgentes
que el debate masónico- trajo como consecuencia que muchas de las resoluciones
tomadas en el Convento no pudiesen finalmente cumplirse en los tiempos
previstos. Prueba de lo cual es que el grado de Maestro Escocés de San Andrés
solo pudo ser debidamente terminado después del sacudón revolucionario. El propio
Willermoz reconoce, en una carta enviada a Charles de Hesse en 1810, que el
trabajo de redacción, casi acabado, había sido forzosamente suspendido en 1789.
Para entonces, algunos de los delegados a Wilhelmsbad
estaban francamente enrolados en el movimiento revolucionario, en tanto que
otros, como el conde Henry de Virieu, morían defendiendo Lyón atacada y
destruida por orden del masón Fouché.
Pese a todo, el Régimen Escocés Rectificado
sobrevivió, como sabemos, los siguientes doscientos treinta años. Es cierto que
durante mucho tiempo lo hizo de manera larvada –casi marginal- hasta que el
siglo XX lo rescató para expandirlo en todo el occidente europeo. Se lo conoció
entonces como “masonería cristiana”, tal vez porque para ese momento la mayor
parte de los masones se había olvidado que alguna vez toda la masonería lo fue.
Esta es la razón por la que es necesario revisar la historiografía de
Wilhelmsbad. Porque la historiografía es el registro escrito de la historia, la
memoria del propio pasado que algunos se empeñan en cambiar según les da la
gana, alimentando la fragmentación, aquella unidad que tanto Willermoz como el
Duque de Brunswuick buscaron en Wilhelmsbad.
Este trabajo de relevamiento historiográfico está en marcha y esperamos poder contribuir con él a una aproximación certera de aquel espíritu que pretendemos heredar.