Notas
Preliminares hacia una nueva Historia de la Masonería Cristiana
Iglesia de San Bartolomé en Logroño, cuidad en la que escribí
hace seis años, los primeros apuntes de este libro. Su fachada es un claro ejemplo
de la potencia del relato que el masón es capaz de narrar en la piedra
Notas Preliminares:
1.- El abordaje a un tema difícil y confuso
El
destino quiso que mi vida se topara con las sociedades secretas en forma
precoz. A fines de la década de 1970 cuando fui iniciado en círculos
martinistas y rosacrucianos, que en aquella época florecían en Buenos Aires,
sin embargo, la masonería me fue esquiva hasta 1989, año en el que fui admitido
en una logia.
Pero tuve
la suerte de tener noticias de la masonería a edad muy temprana y acceder a
libros en los que pude comprender que estaba frente a un fenómeno complejo. En
efecto, en la medida que se acumulaban en mi biblioteca, esos libros me
mostraban facetas absolutamente diferentes respecto de la sociedad de los
masones. Algunos textos eran prácticamente incomprensibles para un profano:
Remitían a disciplinas como la alquimia, la cábala y el corpus de libros que
conocemos como hermetismo. Otros hablaban de una secta infame creada para
destruir a la Iglesia Católica. Los más numerosos reivindicaban su carácter
libertario, su participación en revoluciones y gestas emancipadoras. En algunos
casos se los acusaba de ser infiltrados por los jesuitas, en otros de haber
cobijado a magos y hechiceros de todo calibre. Muchos de estos libros habían
sido escritos por masones, que hablaban de los secretos de la Orden e incluían
los manuales de cada grado con pelos y señales. Otros, en cambio, eran de
autores vinculados a la Iglesia Católica o a sectores nacionalistas, que veían
en la masonería a eje de todos los complots. Por entonces no había internet;
aun así, el panorama masónico se presentaba inasible. De modo que cuando
finalmente fui iniciado, a los treinta años, no tenía claro cual de todas las
versiones me tocaría en suerte.
Con el
advenimiento de la web todo se hizo más confuso, caótico y descontrolado; la
sociedad de los masones “la buena sociedad” –como se titula un libro olvidado del
H.·. Avalos Billingursth- se volvió popular, a la espera de que la
posmodernidad llegara a sus puertas para invadirla como la maleza a una casa
abandonada. Crecí en una masonería que propiciaba abrir sus templos a la
sociedad y, de hecho, fui testigo de lo que sucedió en los últimos veinticinco
años. En ese lapso, que equivale a gran parte de mi vida adulta, pude comprobar
que el panorama variopinto que mostraban los libros era verosímil con la
realidad de la masonería; que no había una sola versión sino muchas. Que
existían diversas masonerías tan extravagantes y tan serias como sobre las que
había leído en mi adolescencia y que –para mayor sorpresa- en cada una de estas
no existía tampoco una unidad de criterios respecto a temas como Dios, la vida,
la muerte, el alma, el buen gobierno etc.; que existían principios
fundamentales, una suerte de normativa consensuada a la que se denomina landmarks,
que algunos interpretaban de una manera y otro de otra; que como consecuencia,
los masones no sólo sufrían la excomunión de algunas iglesias sino de la de
ellos mismos que se prohibían los unos visitar a los otros bajo pena de
expulsión. En efecto, los libros no me habían mentido.
¿Cuál
de estas era la verdadera masonería? ¿Había acaso una verdadera? Partiendo de
la premisa de que para que haya una moneda falsa debió primero existir una original,
decidí dedicarme seriamente al estudio de los orígenes de la Orden sin saber
que, con el correr del tiempo, descubriría un tesoro de experiencias y
conocimientos insospechado. Sería tedioso para el lector escuchar el relato
completo de esta búsqueda, pero también estaría incompleto este libro si no
explicara, especialmente a mis HH.·. de qué manera y por qué vías llegué a las
conclusiones que expongo ahora y que resumen seis libros que las preceden.
Porque -como una vez me dijo un duro contrincante en una discusión abierta al
público- no todo es tomar te con masitas y esto que hoy expongo con claridad
debió sufrir la zaranda de la duda, de las presiones internas y externas y el
agrio gusto de ataque personal.
En el
balance, luego de doce años de publicado mi primer libro sobre los orígenes
cristianos de la francmasonería, debo decir que estoy plenamente satisfecho.
Tuve la oportunidad de aprender y confrontar con numerosos masones de gran
reputación y de integrar academias y centros de estudios en los que puedo
exponer mis ideas en un ambiente de armonía y respeto. Finalmente he
comprendido que la masonería jamás tendrá una teoría del campo unificado porque
continúa alejándose de sus raíces y que ni siquiera podrá conformar una
verdadera liga universal. El universalismo masónico es infinitamente más difuso
que el de cualquiera de las religiones denominadas universales. Y no porque se
trate de una sociedad de librepensadores sino porque con el correr de los
siglos, algunas de sus expresiones se han apartado tanto de su matriz original
que apenas conservan el nombre de un oficio que nunca conocieron, con una
historia que nadie les contó. Este libro pretende llenar ese vacío respecto a
los orígenes y la historia cristiana de la Orden de los Francmasones.
2.- La necesidad de una Historia de la Masonería Cristiana
Dice una definición generalmente aceptada que el propósito
de la ciencia histórica es la fijación fiel de los hechos y
su interpretación, ateniéndose a criterios de objetividad.
Es cierto que debe abordarse la historia con un método científico, sin embargo,
la misma definición admite que la posibilidad de cumplimiento de tales
propósitos y el grado en que sea posible son en sí mismos objetos de debate. En
tal caso, la historia deja de ser una ciencia.
La investigación de un hecho puede resolverse mediante el
análisis de testimonios, crónicas, documentos, fuentes en sentido estricto, tal
como las denominamos. Pero también por otras a las que llamamos indirectas,
tales como tumbas, medallas, monedas, objetos etc., que por tales no dejan de
ser importantes en el análisis del contexto de un suceso. Nuestro libro no
intenta narrar un hecho sino una historia en su definición más amplia, es
decir, un período transcurrido, en este caso desde la aparición de la masonería
en el Occidente cristiano hasta nuestros días. Su objeto primario es aportar la
documentación en la que se fundamenta el origen cristiano de la masonería. Pero
no sólo eso.
La necesidad de este libro nace de una controversia que
divide actualmente a la denominada francmasonería, básicamente entre quienes
anclan su origen en la lucha por la secularización de la sociedad, es decir, el
advenimiento del laicismo en todas sus formas, como su objetivo fundamental y
entre quienes creen que lejos de esto, la masonería se forjó en el seno de las
órdenes religiosas de la Edad Media y se desarrolló hasta convertirse en una
vía iniciática cristiana, es decir, en una Escuela de Misterios con una
doctrina propia, sustentada en el Antiguo Testamento, El Evangelio de
Jesucristo y en los escritos de los Padres de la Iglesia. En el primer caso
estaríamos frente a un fenómeno creado con fines exclusivamente sociales y una
tarea dirigida al proceso que llevó a la separación de la Iglesia del Estado y que
persigue el confinamiento del hecho religioso al ámbito exclusivo de la vida
privada. En el segundo estaríamos definiendo un fenómeno presente en todas las
civilizaciones que han existido sobre la Tierra, una elite de personas que
mediante una metodología determinada accede a una espiritualidad más profunda
que la del común de sus contemporáneos, en este caso en el espacio cultural
cristiano.
Aunque resulte curioso hoy llevan el mismo nombre
instituciones enmarcadas en los dos casos referidos, con todo un amplio grado
de matices entre ambos extremos. Esto sólo puede ser producto de una confusión
enorme que, por otra parte, afecta no sólo a los propios masones sino a quienes
sin pertenecer a la masonería intentan comprenderla.
Durante muchos años medité acerca de la tarea del
historiador. Mi conclusión es que básicamente, quien estudia la historia trata
de zanjar la distancia entre el hecho narrado y el hecho vivido. Reúne datos,
los ordena y los confronta. Pero fundamentalmente debe entender la mentalidad
que animaba a los sujetos que investiga, pues en definitiva se trata de
sujetos, seres biológicamente parecidos a nosotros pero seguramente diferentes
en su percepción de las cosas. Es así que resulta contra natura redefinir en
términos modernos un símbolo que fue concebido en el claustro de un monasterio.
No puede aplicarse ese símbolo de modo descontextualizado, porque estaríamos
cambiando el concepto que trataba de transmitir por otro que tiene que ver con
nuestro tiempo y no con el de aquél que nos ha legado su significado.
Lo cierto es que desde principios del siglo XVIII la
historia de la Masonería se ha contado una y otra vez a tal punto que, probablemente,
el título más repetido en la temática masónica es justamente “Historia de la
Masonería” o el más pretensioso “Historia General de la Francmasonería”. Todos
ellos parten del mismo año, dedicándole apenas unas pinceladas a los mil años
anteriores en los que, paradójicamente, sustentan su razón de ser. Esta es la
raíz del problema. El proceso que se inició en 1717, abriendo las logias a
hombres de distintas religiones o ninguna, culminó sustituyendo definitivamente
a aquellos mil años precedentes cuando la Revolución francesa pasó a degüello a
los masones cristianos, para apropiarse luego del aparato construido en torno a
las logias y su secretismo. Pero el secreto iniciático pronto se vio sustituido
por el necesario a cualquier conspiración. Con un poco de empeño y la
inclinación de los pueblos hacia el sentimiento ancestral del complot, la
masonería quedó asociada al fervor revolucionario en contra del trono y del
altar. Nada más alejado del cristianismo en el que murieron infinidad de
masones en las guillotinas de París, las calles de Lyon o las marismas de
Culloden donde escoceses y franceses regaron con su sangre suelo inglés.
La pregunta que surge cuando nos encontramos con este punto
es porqué razón se han distorsionado los hechos. Evidentemente han existido
razones poderosas para ocultar rasgos fundamentales de la masonería. Y una de
las herramientas utilizadas para la descristianización de la Orden ha sido
precisamente la recurrente imposición de una suerte de orden cronológico. He
explicado en la introducción al estudio de la obra de san Beda De Templo
Salomonis Liber, que Las cronologías son a la Historia como un álbum de fotografías a la vida de un hombre.
Nos indican un lugar y un momento, pero nos ocultan el camino. Nos hacen creer
que la vida es el instante cuando en realidad el suceso nunca podrá explicarnos
el proceso. La historiografía de la Masonería sufre del mal de las cronologías
y en el álbum de su larga vida se han omitido las fotografías de algunos
sucesos y ocultado las de otros. Como un hombre que decide mostrar de su vida
sólo aquello que hace a ciertos intereses determinados, algunos masones han
elegido minuciosamente la cronología de la masonería y la han impuesto con
éxito.
Otro aspecto importante, que ha contribuido a la desnaturalización
de los orígenes de la masonería es la inclinación de muchos masones a referirse
a leyendas y confundirlas con hechos históricos. Esta cuestión es crucial,
porque en la literatura masónica es frecuente encontrar disparates tales como
que Adán fue el primer masón o con afirmaciones más suspicaces, como es el caso
de algunas Constituciones supuestamente masónicas que ya han sido descartadas
por los estudios más serios pero que siguen citándose cual si se tratara de
documentos reales. Entre uno y otro extremo hay cantidad de leyendas que
conformar el cuerpo alegórico de muchos rituales relativamente modernos.
Confundir la alegoría de un relato ritualístico con un hecho estrictamente
histórico ha sido la fuente de inspiración de centenares –por no decir miles-
de libros y artículos que sólo agregaron más confusión al tema para beneplácito
de los racionalistas.
Lo mismo a ocurrido con la irrupción de la caballería en el
seno de las logias, especialmente el templarismo de los siglos XVIII y XIX que
se filtró en infinidad de ritos y que sólo en algunos -como es el caso del
Régimen Escocés Rectificado- pudo resolverse de manera adecuada. Por todos
estos motivos y otros que expondré a lo lardo de la obra, es que se hace
necesaria una obra dedicada al origen cristiano de la masonería, porque de ese
modo estaremos demostrando que la Masonería Cristiana no sólo tiene una base
histórica solida sino también un ordenamiento que lejos de manipular los
símbolos y los rituales ha intentado una
y otra vez rectificar el rumbo, manifiesta y reiteradamente alterado por
intereses ajenos al oficio. Pero, ¿De qué oficio hablamos?
El oficio de construir es tan antiguo como el hombre. En el
Antiguo Testamento se hace referencia a extraordinarias construcciones antediluvianas
como la Torre de Babel. La historia nos enseña acerca de cofradías de
constructores en la antigüedad, hacedoras de
portentos de ingeniería arquitectónica que aún nos sorprenden por su
grandeza, su simbolismo y la pericia de su diseño. Estas obras, en su mayoría,
tenían un sentido sagrado, lo que nos hace pensar que la arquitectura, desde
los albores de la civilización, ha sido el reflejo de una actitud espiritual y
trascendente.
En Europa esta herencia antigua cobró una identidad propia con
la construcción de capillas, iglesias y catedrales. La arquitectura sagrada se
vio expandida a lo largo y ancho de Occidente y se convirtió en el modelo sobre
el cual se edificaría la espiritualidad y la política de todo un Imperio. Este
legado de la denominada Antigüedad Clásica se transformó un parte vital de la
vida humana y cada templo cristiano se integró a una red extendida de ciudad en
ciudad, de pueblo en pueblo, como si se tratase del sistema circulatorio de un
organismo vivo, capaz de llevar el arquetipo cristiano hasta los confines más
inhóspitos.
Pero a diferencia de las construcciones megalíticas del
mundo protohistórico, o las moles de piedra de Egipto o Sumer, o los refinados
Panteones y Laberintos de la Antigüedad tardía, la arquitectura cristiana se
pensó como la representación ontológica del hombre y puente entre él y Dios. En
efecto, las grandes catedrales son una expresión de la naturaleza humana en su
esplendor y su belleza, tal como fue hecha por el propio Dios a su semejanza.
Esta particularidad otorga al marco de la arquitectura cristiana un sentido
único, diferente a todos sus antecedentes históricos. En ese marco nació la
masonería.
Más allá de la importante tradición constructora de las
antiguas culturas del Mediterráneo oriental, cuyas obras son muestra evidente
de un profundo conocimiento técnico y de la dimensión sagrada del arte de
erigir templos, lo cierto es que la masonería, tal como la conocemos, es fruto
del espacio cultural cristiano. Es decir, se desarrolla en una geografía
extendida en aquello que Raimon Panikkar denominaba especie cultural cristiana.
Por lo tanto, estas antiguas tradiciones de las corporaciones de constructores
de la antigüedad, se verán subsumidas y enriquecidas en un nuevo significado,
propio del judeocristianismo.
En la iconografía cristiana, Dios es un Cosmocrator. Cristo
asume el rol de constructor del mundo. Las figuras de Dios Padre y de Dios Hijo
pueden observarse en infinidad de frescos en los que sostienen un compás en su
mano. Es un compás con el que trazan la creación del mundo. Esta tradición dará
lugar al nombre de Gran Arquitecto del Universo. Remitimos al lector a la
imagen del poderoso cuadro de William Blake como muestra de la persistencia de
esta imagen dentro del ideario religioso y poético de occidente.
Pero más allá de este vínculo entre la Divinidad y la
construcción, el cristianismo ha dado a la piedra un significado profundo desde
sus mismas raíces. Cristo, hablándole a san Pedro, le dice que sobre esa piedra
–el propio Pedro- se edificará Su Iglesia. A partir de esta afirmación se
construirá todo un contexto alegórico, una estructura figural y una simbología
destinada a otorgar a la piedra una dimensión ontológica. Es decir, la piedra
deja de ser sólo el material con el que se construye sino que toma la dimensión
del propio constructor. Hay aquí una diferencia sustancial con el mundo pagano,
que descubrimos en el mismo momento en que el hombre es comparado,
alegóricamente, con la piedra.
Piedra es el propio Cristo, tal como nos lo indica san Pablo
en su Epístola a los cristianos de Efeso, cuando les dice que “Ya no son
extranjeros ni forasteros, sino que son ciudadanos del pueblo de Dios y
miembros de la familia de Dios. Están edificados sobre el cimiento de los
apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo
el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo
consagrado al Señor. Por él también ustedes se van integrando en la
construcción, para ser morada de Dios por el Espíritu”.
El cristiano se convierte en piedra potencial del Templo
Consagrado. Pero potencial en tanto que -como luego encontraremos reafirmado en
los Padres de la Iglesia y en la concepción figural del monasticismo
benedictino- no cualquier piedra puede insertarse en el sagrado muro sino una
que haya sido previamente cuadrada. De allí, a la dimensión simbólica de la
piedra en bruto que debe cuadrarse, señalada con meridiana claridad por san
Beda en el siglo VIII, hay sólo un paso.
Esta cualificación de la piedra cuadrada (llamada cúbica por
los masones) como símbolo del cristiano apto para la integración del Templo
Consagrado, la encontramos fuertemente difundida en los siglos VIII y IX. Pero
lejos de culminar su ruta como modelo de transformación, la piedra convertida
en símbolo del hombre que trabaja sobre sí mismo, alcanza una expresión
superior en Honorio de Autum (circa 1080 - post 1125), que exigirá a todo
hombre que construye literalmente una iglesia, que sea un Hominus Cuadratus, un
hombre en escuadra, alguien que haya conseguido hacer de su piedra en bruto una
capaz de encontrar su sitio en la construcción del Templo. El artista no sólo
debía entrenarse en su técnica y su habilidad, sino también en la praxis de una
moral cuyos ejemplos debía buscar en las sagradas escrituras. Al leer la obra
de Teófilo acerca de las técnicas del arte, titulada Diversarum Artium
Schedula -considerada muy importante por su significación técnica- nos
encontramos con el concepto de que un hombre que construye un Templo no puede
menos que reconocer la premisa de la construcción de un templo interior en el
que reine la virtud, misión a la que está convocado a partir del aprendizaje en
el uso de las herramientas. Esta simbología será recogida y desarrollada a
niveles extraordinarios por la propia tradición de los masones primitivos, los
constructores de catedrales.
Mientras que en el mundo pagano la construcción de los
templos quedará para la mano de obra de los esclavos, en el mundo cristiano
cada eslabón de la larga cadena, desde la cantera hasta los capiteles más
delicados, quedará en manos de hombres que son conscientes de la obra que
realizan y que, además, seguramente no la verán terminada. Podríamos citar
innumerables ejemplos de pueblos enteros arrastrando los carretones que llevan
a las grandes piedras desde la cantera a la obra. Ya no importa si se trata del
tosco cantero que arranca una astilla de roca a la montaña, o si de los peones
aprendices que trasladan aquellas moles inmensas al local de la logia, o si de
los artistas que llegan a esculpir las nervaduras de las hojas de acanto en los
perfiles de las columnas de piedra. Lo que verdaderamente importa es que son
hombres libres, que han abrazado, por vocación o tradición familiar, una
profesión que los mantiene en contacto con lo sagrado, hasta convertirlos en
parte misma del Templo.
La masonería moderna es –debiera ser- heredera de este
espíritu, que se banaliza cuando queda reducida a una institución que
socializa, que centra su acción únicamente en su indudable capacidad de diálogo
y confraternidad entre los pueblos o se limita a la beneficencia y la
filantropía. Todo esto forma parte de la masonería moderna: Sociabilidad,
confraternidad, defensa de los derechos humanos, lucha por la libertad de los
pueblos e igualdad de las personas. Pero todo ello si primero anteponemos el
ADN de aquella semilla plantada hace ya siglos, en la que germinó un método de
transformación interior que vuelve al animal humano un hombre espiritual capaz
de comprender y trasmutar su propia naturaleza.
Hacia el siglo VIII ya estaba claramente definido qué era un
masón. El vocablo tiene su origen en la alta Edad Media, en tiempos anteriores
al Imperio de Carlomagno. Según san Isidoro de Sevilla se denominaban machionis (albañiles)
a los trabajadores de la construcción, a causa de las machinas (andamios)
que utilizaban para alcanzar la altura de las paredes. De este vocablo machio derivan
los términos macón (francés), mason (inglés), masón (español), maurer (alemán)
y muratore (italiano). En síntesis, un masón no era otra cosa que un albañil
que trabajaba en el andamiaje con el que se construían los muros. De este modo,
san Isidoro los diferenciaba de los tectonas griegos, constructores de paredes
y techos y de los arquitectos, que eran los que “disponían los cimientos”[1]
Los masones, entonces, quedaban definidos como tales,
albañiles, nombre que conservan en muchos idiomas trece siglos después. Con
posterioridad a san Isidoro, en el marco de las grandes construcciones
abaciales –las llevadas a cabo por monjes albañiles en el marco de las abadías
y monasterios- aparece el término magister caementarius, maestro albañil,
considerado un trabajador calificado en el ámbito de las órdenes monásticas, en
particular la de los benedictinos. Podemos encontrar numerosas referencias a
estos maestros albañiles en las Constituciones de cuño cluniacense, en
particular las redactadas por Udalrico de Cluny, Bernardo de Masilia y Wilhelm
de Hirschau. Este oficio tuvo también una decisiva importancia en la reforma de
Cister dando lugar, como veremos, a una más compleja jerarquía entre los
trabajadores de la construcción.
La cantidad de referencias a estos masones, tanto entre los
cluniacenses como entre sus hermanos cistercienses, permite un estudio directo,
amplio y documentado respecto del oficio de estos monjes y de los laicos que
paulatinamente fueron introducidos en los talleres. Oficio que recibió,
naturalmente, el nombre de masonería. En vista de tales antecedentes, la
historia de la masonería no puede enmarcarse fuera de la del cristianismo ni la
de Europa, en virtud de lo cual su análisis se torna necesariamente cristiano y
eurocéntrico. Sabemos de antemano que esta afirmación, que nos resulta tan
obvia, provoca fuertes rechazos en un amplio arco de la actual francmasonería y
entendemos que este rechazo es lógico si nos adentramos en el marcado proceso
de descristianización que la masonería sufrió a partir de 1717, cuando los
pastores Anderson y Desaguliers comenzaron la tarea de universalizarla para
poder captar hombres provenientes de otras corrientes religiosas e incluso
agnósticos. Pero pese a estos esfuerzos, que llevan casi tres siglos de
industrioso empeño, no se ha logrado desvincular a la Orden de su carácter
cristiano, pues para ello habría que rescribir toda su historia o vivir
ocultándola, cosa que es imposible.
También sabemos a priori que aquellos que niegan esta
profunda relación entre masonería y cristianismo, frente a la abrumadora
cantidad de documentos que la prueban, recurrirán de inmediato al argumento que
separa a la historia de la Orden de su simbolismo actual. Este libro da por
tierra con este atajo con el que se pretende escapar del laberinto en el que
algunas expresiones masónicas se han metido, porque toda la simbología
masónica, es decir, la que construye el lenguaje de símbolos que actualmente se
utiliza en las logias, no sólo proviene del Antiguo y del Nuevo Testamento sino
que fue desarrollado minuciosamente por monjes benedictinos que le dieron su
cariz actual entre los siglos VIII y XI, es decir, cuando aún el Imperio se
encontraba bajo férreo control de la religión católica romana y sus monasterios
eran el único refugio del saber humano en Occidente. Entonces a los orígenes
históricos se suman los de su simbolismo. Ambos tienen un génesis definitivamente
cristiano.
3.- Las fuentes
Hemos
hecho referencia en nuestro apartado anterior al tema de las fuentes. Sin ánimo
de generalizar, la mayoría de los libros sobre historia de la masonería no han
sido escritos con metodología científica, salvo los trabajos producidos en las
distintas academias y centros universitarios que en los últimos años han
desarrollado la masonología como materia que analiza el fenómeno masónico. El
abordaje de la historia de la masonería requiere un marco general y una
aproximación minuciosa al mundo medieval. No basta mencionar a los canteros, ni
a los constructores de catedrales sino que es necesario analizar el proceso que
dio nacimiento a esta civilización constructora que no en vano ha sido
comparada por historiadores como Paul Johnson con otras culturas de la piedra,
como el antiguo Egipto o la Masopotamia.
Pero
tampoco puede reducirse al límite cronológico que los manuales de historia
imponen a las fronteras del mundo medieval. Étienne Gilson plantea un problema
radical al abordar la filosofía en Edad Media; en su obra fundamental afirma
que al hablar de filosofía medieval resulta insoslayable el análisis del
pensamiento de las primeras comunidades cristianas y el de los Padres de la
Iglesia. Dice Gilson que si se quiere estudiar y comprender la filosofía de
esta época, hay que buscarla donde se encuentra, es decir, en los escritos de
hombres que se presentaban abiertamente como teólogos o aspiraban a serlo. Para
Gilsón la historia de la filosofía de la Edad Media es una abstracción de una
realidad más vasta y más comprensiva, que fue la teología católica medieval. [2] Del mismo modo,
hablar de los canteros medievales o de los constructores de catedrales como los
antecedentes históricos de la masonería resulta una abstracción del contexto
teológico medieval del cual son apenas su expresión arquitectónica en un
período determinado de tiempo.
Desde
luego que no se trata de encontrar bases teológicas en la masonería medieval
–que las tiene- pero sí de determinar el origen de estas corporaciones de
oficio que encuentran sus antecedentes en modelos asociados al monasticismo,
tanto en los aspectos propios del oficio y la organización de los talleres de
construcción como así también en el simbolismo –palabra que por entonces no
existía pero que se puede asimilar al concepto de “alegoría”- con el que fue
impregnado el espíritu de los constructores. El análisis de las fuentes
provenientes del mundo monástico da por tierra con la pretensión de construir
una historia de la masonería a partir del nacimiento de las guildas y las
corporaciones de oficio, puesto que encontramos en el mundo monástico
estructuras anteriores al proceso de secularización que coincide con la
construcción de las catedrales. Podemos ir aún más atrás y descubrir que mucho
antes de que fuera erigida la primera catedral ya existía un modelo masónico
mediante el cual, la incipiente alta Edad Media comenzaba a encontrar los
arquetipos que resultarían en la base del futuro lenguaje simbólico de los
masones.
Al
utilizar un criterio parecido al que Gilsón aplica a la historia de la
filosofía medieval nos encontramos con un universo que cambia radicalmente la
visión de la masonería como un oficio devenido en sociedad secreta para
elevarlo a la estatura de artífice primario de la construcción religiosa, política
y social de la Edad Media. Esa nueva visión ubica al masón como un hombre
consciente del cosmos en el cual construye un Templo para la Gloria de Dios
desde su percepción humana de la divinidad. Panikkar denominaría a esto como
una visión cosmoteándrica, una idea integrada del Cosmos, de Dios y del Hombre,
que trató de explicar toda su vida y que pocos comprendieron. ¿De qué modo sino
explicar la maravilla que representa el conjunto de miles de catedrales,
iglesias y abadías construidas en toda Europa? ¿Podemos acaso imaginarnos este
proceso de siglos sin una conducción subsumida en un modelo cosmológico y
antropológico cristiano? Si los medievalistas contemporáneos, en particular
George Duby, al referirse al lenguaje de la Piedra, hablan de una pedagogía de
masas ¿Podemos creer que un plan pedagógico universal pudo concebirse de manera
espontanea y aplicado por obreros rudos con sus nudillos deformados por los
golpes del mazo y la erosión de la argamasa? ¿Es posible plantear una historia
tan ingenua de la masonería? Definitivamente no.
En
1998, en un reducido círculo de estudiosos de la francmasonería, planteé por
primera vez la necesidad de explorar de forma metodológica lo que algunos
autores referían en torno a los vínculos del monasticismo con la masonería
medieval. En Francia, Paul Naudon mencionaba específicamente a los benedictinos
en su obra Los Orígenes Religiosos y Corporativos de la Francmasonería. En
Francia Danton, un siglo antes, rendía tributo en un párrafo al conde palatino
de Seheuren, Wilhelm de Hirsau. En Argentina, Marcial Ruiz Torres, en su manual
del Maestro Masón mencionaba nuevamente al conde Wilhelm y una extensa
bibliografía alemana lo reconocía como “creador de las primeras logias
alemanas”. En Alemania autores como Sonnekalb y Karl Bayer habían estudiado la
similitud entre el Ritual del Maestro Masón y los rituales de Profesión de Fe
en la Orden Benedictina. En España, Miguel Gimenez Sales advertía que la
leyenda de Hiram ya era conocida en el siglo XI por el monje Walafrid Strabón.
Todo parecía apuntar a un enigma mencionado a medias, guardado en las abadías
benedictinas. Estas menciones, apenas párrafos incluidos en obras serias y
documentadas, constituyeron la base sobre la cual comencé el análisis de
fuentes hace ya catorce años.
Pero fue en 2006, frente a la Iglesia de San Bartolomé, en Logroño, mirando esa historia terrible tallada en la piedra, que entendí que mi tarea era reunir lo disperso y rectificar una historia real sustituida por apenas un conjunto de leyendas: La moneda falsa, en efecto, había sido copiada de una verdadera y este libro, que verá la luz en 2013 si Dios quiere, cuenta precisamente esta historia.
Valoro mucho tu empeño y esfuerzo querido Eduardo por entender y explicar los origenes de la Orden.
ResponderEliminarConfieso que te leo minuciosamente, me resulta de extraordinaria necesidad indagar en nuestra historia.
Asumo que no podemos hacer masonería como se nos venga en gana, porque somos custodios y no dueños de esta tradición, es imperativo conocer entonces, tanto desde lo ritual como desde lo histórico, ese cordón-secuencia que nos enlaza con los originarios, solo sabiéndolos, entendiéndolos, podemos saber y entender cual es el lugar y el deber del masón contemporaneo.
Y no importa si se coincide o no con tus conclusiones o tu línea de investigación, que haya alguien escudriñando las piedras de nuestra historia es lo bastante provocativo y movilizador como para estimular a muchos a buscar seriamente nuestros origenes.
Fraternal y agradecido abrazo
fernando
Querido Fernando, gracias por tu comentario. Estoy convencido de que a la larga, la vida depura lo importante de lo accesorio. Sabemos ambos que es muy difícil ser objetivo en estas cosas, pero de eso se trata. Poner a la luz los datos, más allá de la interpretación propia. Luego, que cada uno haga sus propias conclusiones. Te retribuyo el abrazo, reiterándote mi gratitud por haberte tomado el trabajo de leer ésto.
ResponderEliminarMi Querido Amigo Eduardo, veo que la saga aún no ha terminado y me alegro. Los masones cristianos, apaleados una y otra vez por nuestros "Queridos Hermanos" liberales necesitamos romper con los mitos modernos de una masonería sin causa, sin rumbo y sin destino. Todo aquello que sea escrito para difundir nuestra verdadera historia ayudará a los distraídos a no errar el camino. Y a los que nos ven como enemigos: A quitarles la careta y los argumentos falaces con los que nos han despreciado tanto. Vivat!!!
ResponderEliminarQuerido Francisco, gracias por tu comentario. Creo que esta tendencia a "apalearnos" está en franco declive. Me da la sensación de que muchos HH.·. comienzan a reaccionar y que en la medida que se difunde la existencia de esta masonería cristiana (hasta hace poco practicamente desconocida en América Latina) nada será igual. Abrazo fraternal
ResponderEliminarA menudo leemos sobre los “ideales francmasónicos” que se repiten incansablemente: “Ciencia! Justicia! Trabajo!” y “Libertad! Igualdad! Fraternidad!” y muy gravemente: “Fuerza, Sabiduría, Belleza”... “Ideal” es aquello que debería ser pero no es, una meta por conquistar.
ResponderEliminarEs posible, como se lee, que la masonería moderna y liberal, a través de sus hombres, haya impulsado la formación de gran parte de los mayores organismos internaciones que persiguen la paz mundial, el acceso a la educación, el alimento para los países más pobres, el cuidado ambiental y una mejor calidad de vida a escala mundial.
Sin embargo la historia mundial en los últimos 300 años –especialmente durante los últimos 90- muestra con una mueca de dolor su hambre, su enfermedad, la permanente provocación de guerras y su sostén, su deplorable acceso a la mínima calidad de vida aceptable...
¿Los organismos internacionales que pretendieron en sus principios plasmar en el mundo el ideal masónico son responsables (cómplices?) de este estado de cosas?
¿Ha fracasado la masonería moderna en traer al mundo la ansiada paz y prosperidad?
¿Tiene ello relación con la lucha por la “libertad de pensamiento” y la lucha por la absoluta libertad de conciencia y/o laicidad?
¿Es posible debatir en los talleres sobre las relaciones del hombre con la dimensión divina –no sólo sobre religiosidad en sentido amplio- sin generar bostezos y disimuladas sonrisas en los oyentes?
¿Es posible discurrir sobre la vida interior, la meditación, la contemplación, la oración, como caminos a la espiritualidad sin ser tildado denostatoriamente de “mistico”?
¿Es permitido discurrir sobre el idealismo –aún respecto del ideario masónico- sin ser tratado de “soñador”? En todo caso, son perfectos “durmientes pero no soñadores” muchos de los que ciñen mandiles y collarines pero que ignoran o desdeñan las profundas enseñanzas que los antiquísimos símbolos prometen al sincero buscador de la Gran Verdad Silenciosa que nos mira con Su Ojo dentro del Delta Sagrado.
El fracaso de aquellos ritos masónicos “modernos” (liberales) radicó en desalojar de las logias lo Divino, lo Profundo, lo espiritual, sosteniendo aún hoy el endiosamiento de La Razón, la que parece, al menos desde hace 300 años, el aspecto femenino del Dios Mercado.
Mi muy estimado H.: M.:, me ha gustado mucho vuestro artículo y espero con ansias ese libro ya que siendo un cristiano me agradaria que mis dos amores tuvieran el mismo origen. Os recomiendo la lectura del escrito apócrifo "el pastor de Hermas", en donde se habla de la piedra angular y cosas muy parecidas a las descritas aquí.
ResponderEliminarWellington Hernádez
Rectitud no.22, oriente de Guatemala
Muy ilustre h:
ResponderEliminarPor algo diría San Efren "La Cruz es el árbol de la vida", árbol vetero testamentario que evoca a la serpiente de bronce; y el Nuevo Testamento: "Jesús les dijo, la piedra que desecharon los constructores, esa, en piedra angular se ha convertido". Mateo 21:42..." Este Jesús es la piedra desechada por vosotros los constructores" Hechos 4:11. Toda una cultura masónica y cristiana plasmada en la piedra y proyectada en los rayos iridiscentes de los vitrales de la antiguas catedrales. Un paralelo curioso para la "liberalidad" de ciertas masonerías modernas.
Adolfo, Colombia.