Dice el apóstol que el
Verbo era en el principio y que la palabra barrió con las Tinieblas. Los
babilonios afirmaban que en el Edén aun se escuchaba el eco de aquel primer
vocablo pronunciado, que había separado las aguas de arriba de las aguas de
abajo. Luego fue creado el hombre, pero en la Caída, la palabra, herida, se
perdió para siempre. Desde entonces el silencio nos abraza la garganta y
erramos en los contornos de Babel, sintiendo nostalgia por la promesa que no
fuimos.
Ya no recordamos cómo
se pronuncia el nombre de Dios, pero conocemos los de los cuatro ríos que
rodeaban el Paraíso: el río Pisón que contorneaba la Arabia, el río Gihón cuyos
afluentes nacían en Etiopía, el río Hidekel hoy llamado Tigris y el río Éufrates.
En esas orillas misteriosas Adán le fue infiel a Eva seducido por las caderas
de Lilith y Eva sucumbió al beso apasionado que le proponía Samael. Caín –el
hijo ilegítimo– mató a Abel ciego de celos. Tubalcaín selló su pacto con el
ángel que guardaba la fragua del averno y fabricó las primeras espadas. Las
huestes de Samiasa –según cuenta Enoch– descendieron en el Monte Hermón, y
enamorados de las hijas de los hombres crearon la primera raza de gigantes.
Todo esto ocurrió en las orillas, antes de que Noé salvara a los suyos en un
arca de madera.
La palabras del
principio, aquellas dulces y poderosas que creaban mundos y criaturas,
permanecen perdidas. Nos queda el recuerdo de un dialecto nacido en los
arrabales cenagosos del Jardín bíblico, el idioma en el que se susurraron las
primeras traiciones, se escucharon los amargos reproches del fratricidio
original y se escribieron los pactos cerrados con los antiguos demonios.
Pico della Mirándola se
preguntaba cómo reconocer entre el idioma original y el dialecto orillero de
Babel. Creía que las voces y palabras tienen eficiencia en la obra mágica,
porque aquello en que se ejerce primeramente la naturaleza mágica es voz de
Dios. Cornelio Agrippa vivió obsesionado buscando los antiguos vocablos
primordiales. Afirmaba que había dos clases de palabras, la palabra interior y
la palabra pronunciada, pero que solo la primera era la verdadera y que había
que hallarla en el abismo profundo del ser.
Hay quien busca la paz
en el silencio, mientras que otros sufren el silencio de la palabra ausente.
Hay quien busca en la soledad la escurridiza respuesta que esconde el silencio,
mientras que otros sufren la soledad de la palabra silenciada en la que mora la
amarga pena de las primeras tragedias. Nuestra estirpe es una estirpe de
palabras y silencios. Vivimos atrapados entre los recovecos de las letras,
hasta que algún día volvamos al origen, cuando todavía el espíritu de Dios
flotaba en la faz del abismo y la palabra aun no había sido pronunciada.
Eduardo R. Callaey©
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