Llegué por primera vez
a Jerusalén una mañana lluviosa de noviembre. Mis expectativas eran tantas que
me sentía paralizado. Por fin vería el ombligo del mundo: el Santo Sepulcro.
Ninguna otra cosa en la vida había sido más anhelada por mí que llegar a la
iglesia construida sobre el Gólgota. Si había un lugar en el que Dios podría
escucharme, era allí, en el sitio en el que Cristo había muerto y resucitado.
A ese estado de
conmoción interior se sumaba una molestia inesperada. En algún punto del
desierto me había atacado una bacteria que me provocó una fuerte indisposición
y me mantuvo en cama durante los dos primeros días. Tal vez fuese la emoción de
enfrentarme a mi anhelo más íntimo.
Al tercer día (el
último que estaríamos en Jerusalén), con gran esfuerzo me uní al contingente
que visitaría la Iglesia del Santo Sepulcro. Dos deseos me invadían el alma:
rezar en la tumba de Jesús y encontrar el lugar donde había sido sepultado
Godofredo de Bouillón, quien conquistara la Ciudad Santa en la primera cruzada.
Al
llegar al interior de la Iglesia, mientras el resto del contingente recorría su
laberíntica estructura, me quedé conversando con nuestro guía respecto de la
misteriosa desaparición del cuerpo de Godofredo, que junto a su hermano
Balduino, había descansado en ese lugar hasta que un oportuno incendio permitió
a los curas ortodoxos hacer desaparecer los cadáveres de ambos. El guía conocía
esa historia y me prometió que antes de irnos me llevaría al lugar donde,
originariamente, habían estado sepultados los dos reyes. Seguimos recorriendo
aquel interminable edificio hasta que me flaquearon las piernas y me senté a
esperar a que el guía hiciese su trabajo con el resto del grupo. Me sentía tan
débil que apenas podía caminar. Me recosté en un banco de piedra sin dejar de
pensar que Godofredo y su hermano Balduino habían descansado en ese santo sitio
hasta que los griegos cometieron la indigna fechoría de profanar sus sepulcros.
Durante un largo rato me sentí abrumado, con un sentimiento de gratitud por
haber llegado al corazón mismo de la cristiandad. Sucedió entonces que el guía
se me acercó y con una sonrisa me dijo que yo estaba sentado, precisamente,
sobre la que había sido la tumba de Godofredo. Lo que ahora eran dos asientos
de piedra, al costado de un pequeño pasillo al lado de la Capilla de Adán,
habían sido hasta el siglo XIX el lugar de descanso de los dos primeros reyes
de Jerusalén. No puedo describir el río eléctrico que corrió en mis arterias.
Dios
ha sido generoso conmigo, pues en los siguientes años volví tres veces al mismo
lugar, acompañado por el mismo guía, cuyo nombre es Ariel Seiferheld y a quien dedico el
siguiente relato. No debe tomarse como un ensayo histórico sino como un simple
cuento, con la salvedad de que cualquier parecido con la realidad no es, en
modo alguno, una mera coincidencia.
El
caballero y el oso
I
En
un páramo de la Frigia selyúcida, más precisamente en el sultanato de Rüm, tuvo
lugar –en tiempos remotos– un combate singular. La crónica es esquiva en los
detalles, como si la pluma hubiese querido velar la esencia del relato. Pero el
choque entre estos colosales contendientes causó tal impresión entre los
soldados francos y las pobres gentes que, admirados por las inusuales
circunstancias de la lid, contaron en canciones y romances aquello que se había
ocultado al pergamino.
Quiso
el Señor que los dos campeones se enfrentaran sin que uno fuese el enemigo del
otro. No había entre ellos odio alguno ni motivo aparente para matarse, pero en
ambos anidaba el sentimiento de la culpa y la venganza carcomía sus entrañas.
El
hecho sucedió hacia finales del verano de 1097. Un oso caminaba tambaleante por
las estribaciones de los montes Tauro. Llevaba incrustada en su antebrazo la
cabeza de una flecha que le provocaba un dolor persistente. Pero su verdadero
sufrimiento era más profundo que el dolor de la herida: dos días antes sus
oseznos habían muerto asesinados a manos de los hombres del sultán Kilij Arslan
cuando, por un fatal descuido, se acercaron más de lo prudente a la antigua
calzada bizantina que se encontraba disputada por los soldados selyúcidas y los
invasores cristianos. Nada pudo hacer el animal para salvar a sus crías.
Rabioso, debió huir ante la lluvia de flechas.
No
era la primera vez que el oso burlaba la muerte. Prueba de ello eran las
cicatrices que llevaba en sus piernas, provocadas por el hierro dentado de las
trampas con las que los campesinos habían tratado, en vano, de atraparlo. En la
comarca lo conocían con el nombre de Canavar -que en el antiguo idioma turcomano
significa bestia- y su sola mención causaba pánico entre los pastores. Algunos
afirmaban que el oso llevaba años merodeando el río Sakarya, en donde se
alimentaba de peces; otros decían que había venido de Isauria, luego de ser
vencido en una pelea en la que varios machos se disputaban una hembra en celo.
Canavar ya era una leyenda. La respiración agitada y la baba blanca colgando de
su boca denotaban el cansancio de la persecución a la que estaba siendo
sometido. Uno de los esbirros de Kilij Arslan lo seguía de cerca, arco en
mano.
Al
otro lado del río los francos habían plantado campamento luego de librar feroz
batalla. Enterrar a los miles de muertos demandó de toda una jornada. El jefe
de aquél ejército era el duque Godofredo, un caballero de gran porte, famoso es
sus tierras por su belleza, temido por su crueldad y por la fuerza con la que
descargaba el hacha. Sus soldados lo amaban porque era generoso con el botín.
Conducía a sus guerreros con mano firme durante la batalla, como el amo que sostiene
a su perro con un collar de cadena. Pero apenas olía la victoria los liberaba
como a monstruos hambrientos para que saciaran sus pasiones saqueando las
casas, asesinando a los paisanos y deshonrando a las mujeres.
Ahora
ese azote había caído sobre la Frigia y los hombres del sultán huían en
desbandada, muertos de miedo y librados a su suerte. Uno de esos infelices iba detrás
de Canavar, siguiendo su rastro.
Esa
noche, al terminar la faena con los muertos, Godofredo se recluyó en su tienda,
víctima de gran angustia. Entre los enterrados yacían muchos de sus amigos y
vasallos, venidos con él desde el Poniente. Nunca antes había sentido tal
desasosiego que nada podía calmar. Ni siquiera un odre de vino, que bebió con
desesperación hasta que sus barbas y la ropa aún ensangrentada quedaron
empapadas de alcohol y de sudor. Se durmió y sufrió espantosas pesadillas: abrasado
por la culpa, sentía que había conducido a sus hombres a un horrible matadero. Podía
ver el rostro amargo de las viudas acusándolo ante Dios y los ojos horrorizados
de los huérfanos clamando por sus padres.
Despertó
entrada la noche. Aún no despuntaba el alba cuando lo invadió tremenda rabia.
¿Qué clase de victoria era la suya si había costado tantas vidas? ¿Cómo haría
para vengar la dura pérdida? Ebrio y loco de furia se puso de pié y empuñó el
hacha. Los centinelas vieron su enorme sombra oscilante deslizarse por el
campamento dirigiéndose hacia la orilla del río. Un grupo de caballeros fue
advertido y salieron a buscarlo, temerosos de que la bebida le hubiese hecho
perder el tino.
Mientras
tanto Canavar, aprovechando la negrura de la noche, había logrado evadirse de
su perseguidor vadeando el río y, exhausto, reponía sus fuerzas oculto en un
remanso pedregoso. Godofredo, que deambulaba por la playa en plena madrugada, pisó
al animal al confundirlo con las rocas. Canavar rugió de pánico y pegó un
brinco, lo que hizo que ambos se pegaran un tremendo susto. Repuesto de la
sorpresa, el oso se paró en sus piernas y abrió las fauces, gruñendo y
mostrando sus colmillos. El caballero, paralizado por la inesperada aparición,
reaccionó con torpeza y, blandiendo el hacha se lanzó sobre la bestia cuya
altura lo superaba por un palmo. El oso vio en el caballero la imagen de los
asesinos de sus crías y, enloquecido de furor lanzó un violento zarpazo que el
duque apenas pudo parar con el mango del hacha, pero no pudo evitar una caída aparatosa que le hizo
temer por su vida. La oportuna llegada de los caballeros que habían salido a su
encuentro distrajo por unos segundos al animal y evitó que lo despachara sin
más. Pero la ira se había apoderado de Godofredo. La bestia seguía parada frente a
él, y en ella estaba ahora concentrada la imagen de todas las desgracias. El
duque dio orden a sus hombres de que no interviniesen en la lucha, y esta vez
se lanzó a manos limpias contra el oso, rodando ambos por la orilla del río
yendo a dar con el agua en infernal chapoteo.
El
sol ya asomaba detrás del Tauro e iluminaba aquella escena dantesca en la que
los dos colosos trataban de abrazar al otro con la muerte. Godofredo logró
pillar al oso por detrás y, cruzando ambas piernas sobre la cintura del animal
le rodeó el cuello con su poderoso brazo y comenzó a asfixiarlo. Canavar,
desesperado, no encontraba el modo de zafar de la traba y agitaba sus zarpas en
el aire, revolcándose con su captor. Los hombres de Godofredo parecían
hipnotizados por la escena, incrédulos del espectáculo que ambos ofrecían.
Casi
ahogado y al borde de la muerte, Canavar, en un estertor propio del guerrero
moribundo, se sacudió con tal violencia que Godofredo se vio arrojado
nuevamente a la arena de la orilla. Rápido de reflejos quiso tomar al oso
otra vez del cuello, pero Canavar, aún sofocado por la asfixia sufrida, clavó
su garra en el pecho del cristiano y le arrancó un jirón de carne que casi le
lleva las costillas.
Godofredo
sintió que se moría, pero el hálito de los héroes hizo que la fama ganada
acudiera en su socorro. Sobreponiéndose al dolor, percibió que Canavar aun no
se reponía del todo, y en un último esfuerzo tomó el hacha que estaba en el
suelo y asestó un golpe al oso en la cabeza hundiendo la cuchilla hasta el
carrillo. La bestia, con la cara ya partida, cayó muerta al instante. Godofredo
se desplomó de bruces con el pecho destrozado y quedó tendido al lado del oso.
Luego todo fue oscuridad. Un sueño sin ensueños.
Berengario,
que era el lugarteniente del duque Godofredo, hizo cuerear al animal con sumo
cuidado y le dio la piel, junto con el cráneo, a un hábil curtidor armenio
llamado Antranig, recomendándole que la tratara como si fuese un tesoro.
Godofredo se debatió entre la vida y la muerte durante tres semanas; atravesó
en litera toda la Frigia quemada y luego Isauria hasta la ciudad de Konia, que
fue tomada por su ejército. De a ratos parecía que iba a morir porque su
aliento se debilitaba al extremo de volverse imperceptible. En otras ocasiones
era presa del delirio y sus alaridos hacían que sus soldados se persignasen y oraran
por su alma. Una mañana despertó y pidió vino y un pernil, y aunque lo vomitó
de inmediato, todos se alegraron de que finalmente el duque se hubiese
recuperado.
Berengario
le contó que los soldados cantaban canciones que hablaban de su combate con
Canavar y que muchos se arrogaban el haberlo presenciado. Godofredo disfrutaba
mucho de estos chismes y le dio gran satisfacción el hecho de enterarse de que
el animal había sido temido por los habitantes de aquel país y que hasta tenía
un nombre intimidante. Cuando se sintió con fuerzas suficientes como para
recorrer el campamento pidió ir al sector de los curtidores, que se encontraba
alejado de las tiendas a causa del olor nauseabundo que se respiraba en él. Era
común que las pieles se curtieran con aceite hecho con el cerebro del propio
animal, lo que provocaba gran pestilencia, pero Godofredo, como hemos dicho, no
era hombre delicado.
El
armenio Antranig llevaba casi dos meses trabajando la piel con gran destreza.
El duque quedó impresionado por el tamaño de la pieza y por la calidad del
pelaje. La observó minuciosamente y hasta pudo ver el fino cocido con el que el
artesano había disimulado el corte provocado por el hacha. El armenio se
apresuró a advertir que el trabajo aún no estaba terminado a lo que Godofredo
respondió que ningún apuro debía ir en detrimento de la excelente labor y lo
premió con tres besantes de oro, prometiéndole otros tres cuando la tarea hubiera
terminado. Antranig pronunció varias veces la palabra Shnorhakalut’yun e hizo una amable reverencia según la costumbre de
los armenios. Pasó otro mes y la piel quedó en poder de su dueño. Nadie imaginó
por entonces que un objeto llamado a ser abrigo y testimonio de coraje obraría
sobre el duque cierta magia misteriosa.
La
expedición de los cruzados continuó por dos años más, hasta que en 1099 cayó la
ciudad de Jerusalén en poder de los ejércitos cristianos. Como es sabido, luego
de largos cabildeos se decidió que un consejo de notables eligiese por rey al
más virtuoso. Fue en ese misterioso conclave en donde varios caballeros
hablaron del cambio prodigioso que había sufrido el duque. Lo atribuían a las
graves heridas sufridas por las garras del oso, que lo dejaron al borde de la
muerte. Aquel guerrero cruel que se solazaba en el saqueo, que había pasado su
vida en aventuras tumultuosas se había vuelto un hombre piadoso, temeroso de
Dios y amigo de los pobres. Finalmente resultó electo entre los príncipes y se
le comunicó que sería el rey de la ciudad más santa de la Tierra.
Esa
noche, en su recámara, Godofredo se cubrió con la piel de Canavar. Sumido en
profundas cavilaciones parecía hablar con esa piel, como si el oso que la
habitó pudiera escucharlo. En más de una ocasión, en la penosa marcha desde
Antioquía y durante el largo sitio al que fue sometida Jerusalén, el duque
había encontrado en Caravar una metáfora inquietante: ¿Qué quedaría de él
cuando al fin cayese vencido? ¿No era acaso la fama apenas una cáscara de
aquello que fue? Igual que el oso, había transcurrido la vida cuidando su
territorio, o emigrando hacia la conquista de uno nuevo. Había debido cuidarse
de otros príncipes y su cuerpo, al igual que el de Canavar, estaba cubierto de
cicatrices. En su castillo en la Árdenas abundaban las pieles de animales
cazados por su abuelo Gothelón y por su tío, Godofredo el jorobado. También él
mismo había cazado osos en el condado de Amberes, pero esta vez había sido
diferente. El destino los había cruzado, no en un coto de caza sino en una
encrucijada; no en una cacería sino de igual a igual. Ambos habían tenido la
oportunidad de matar al otro, y en ello, el duque, creía haber encontrado la
nobleza.
A
la mañana siguiente, luego de la misa, anunció a los príncipes que no llevaría
una corona de oro y plata en el lugar donde Cristo había padecido una de
espinas, y que no ostentaría el título de rey sino el más humilde de Defensor
del Santo Sepulcro. Su única ambición era la de ser enterrado en la iglesia
erigida en el lugar que Cristo había sufrido el calvario.
II
La
corte no tardó en murmurar acerca de la salud mental de Godofredo. Pasaba largas
horas en su recámara, en la más absoluta soledad. O bien se retiraba a la
pequeña capilla de la ciudadela, en donde se entregaba a infinitas plegarias
que se prolongaban al extremo de dejar esperando a los nobles, que veían
indignados cómo se enfriaba la comida, servida y a la espera de quien ocupaba
la cabecera de la mesa. Aquel soldado arrebatado por la pasión era ahora un
hombre pío; Godofredo se asemejaba más a un monje que a un guerrero, pero
¿quién se atrevería a desafiarlo? La fuerza de su brazo estaba intacta, y el
hacha –la misma que había matado a Canavar–, permanecía siempre cerca de su
mano, colgando de su tahalí de cuero de jabalí.
Su
obsesión era el enemigo mahometano que aún asolaba al reino y controlaba las
costas de la Palestina. En la primavera del año 1100 emprendió una campaña
contra las grandes ciudades marítimas y puso sitio a Cesarea. El emir, aterrado
frente al ejército cristiano, le propuso a Godofredo un parlamento, de resultas
del cual, aceptó someterse a vasallaje a cambio de conservar la ciudad y el
feudo. Luego invitó al nuevo monarca de Jerusalén a que gozara de la
hospitalidad de la antigua ciudad. Algunos rumores dicen que la grave
enfermedad que contrajo Godofredo en Cesarea fue causada por una pócima
ponzoñosa que el emir mandó poner en la comida. Abatido por una fiebre
abrasadora, -cuyas causas los médicos no atinaban a encontrar-, y consciente de
que su vida estaba en peligro, precipitó su regreso a Jerusalén.
Berengario
ordenó que Cesarea fuese pasada a degüello y apuró la vuelta. No se apartó del
enfermo hasta llegar a la vieja ciudadela de David. Ya dentro de los muros de
Jerusalén, Godofredo supo que se estaba muriendo e hizo que viniese a su
presencia Dagoberto de Pisa -el Patriarca latino- para que lo confesara, pero
antes tomó a Berengario por la manga de la camisa y le pidió que lo enterraran en
alguna de las criptas de la Iglesia del Santo Sepulcro envuelto en la piel de
Canavar, Tan inesperado fue el deceso que ni siquiera había podido elegir su
propia tumba, como era la antigua costumbre de los reyes.
El
cadáver, cubierto de un fino camisolín de seda blanca, bordado en oro, fue
exhibido al pueblo durante los funerales que se extendieron por tres días.
Pronto llegaron los príncipes de Antioquía, de Trípoli y Edesa, y también los
barones que se habían enseñoreado de todo el desierto de Judea y de los confines
más allá del Jordán hasta el castillo conocido como La Roca, que ahora
pertenecía a la Casa de Chatillon. El Patriarca, hombre proclive al lujo y al boato,
había convertido las pompas fúnebres del guerrero en una muestra de
ostentación. Berengario y sus hombres
veían aquel esperpento fúnebre con particular desprecio: ¡Godofredo cubierto de
sedas blancas e hilo de oro! ¡El brazo más letal de Lotaringia envuelto en
columnas de incienso y untado con óleos aromáticos! En vano le pidió al
Patriarca que su jefe fuese envuelto en la piel del oso. No es de cristianos, respondió el prelado.
Finalmente,
el 23 de julio de 1100, el cortejo mortuorio se puso en marcha para trasladar
el cuerpo del malogrado caballero a su destino final. Tancredo de Hauteville
abrió el paso encabezando a los heraldos. El pesado camastro con el cadáver fue
llevado al hombro por una docena de bravos caballeros. Allí marchaba Jerusalén
y su campeón. Detrás de los doce, Berengario, a pie, llevaba de la brida al
corcel que había acompañado a Godofredo desde la Lotaringia. Los monjes
entonaban sus cantos monódicos seguidos del fasto eclesiástico, y la plebe
deliraba frente al paso del héroe. Tanta era la cantidad de gente que quería
rendir su homenaje que la columna casi se extendía entre la iglesia y el
palacio.
El
cuerpo de Godofredo fue depositado al lado de la antigua loza en la que había
sido acostado el propio Jesucristo luego de ser crucificado y a la que los
cristianos llaman La Piedra de la Unción. Se dejó en manos del Patriarca y de
los canónigos del Santo Sepulcro el traslado póstumo del cuerpo al cenotafio de
piedra, que se había construido de apuro en una de las capillas.
Apenas
fallecido Godofredo, el monumento funerario se le había encomendado a un
escultor lombardo de nombre Gianfranco di Montana, que acababa de llegar a
Jerusalén con un contingente de masones del Lago de Como. Gianfranco le echó el
ojo a un enorme bloque de mármol verde de Grecia, que permanecía cerca de la
Puerta de Damasco, abandonado sobre un carretón. Era una pieza única y muy
costosa: ¿qué mejor para probar su destreza que construir una tumba real? Sin
embargo, ese bloque de mármol de Grecia fue el inicio de un litigio que traería
gran desgracia en el futuro.
Apenas
acometió Gianfranco el esculpido de la piedra, un monje de nombre Sabas, ataviado
a la usanza griega, se presentó seguido de un grupo de acólitos en el
improvisado taller del artista y, violentamente, reclamó la propiedad del
mármol. Argumentó Sabas que dicha costosa pieza había sido donada por el
emperador bizantino al Patriarca griego Simeón para ser utilizada en adornar la
Iglesia del Santo Sepulcro y que, por ende, les pertenecía. El incidente derivó
en una trifulca abierta entre los artesanos de Gianfranco y los monjes griegos.
La gresca llegó al extremo de que un italiano le rompió la cabeza a un griego
de un mazazo y que un griego le hundió sus pulgares en los ojos a uno de los
escultores, dejándolo ciego. Solo la intervención de los soldados del palacio
pudo parar la pelea. Pero la actitud de los griegos enfureció al Patriarca
latino.
Es
menester dar por cierto que la cruzada, lejos de apaciguar las reyertas entre
los cristianos de Levante y de Poniente, las había exacerbado. No es menos
cierto que los griegos se sentían los verdaderos Señores de Jerusalén y que el
Patriarca bizantino consideraba un gran escándalo la aparición de un rival
latino. Godofredo había anulado toda injerencia de los griegos en los lugares
santos, entregándolos a la custodia de Dagoberto, el legado papal que había
reemplazado al valiente Ademaro de Monteil, muerto durante la expedición en
Antioquía de Orontes.
Dagoberto
de Pisa, que se había convertido en el primer Patriarca latino de Jerusalén, se
encontraba sitiando la ciudad de Jaffa cuando llegó la noticia de que Godofredo
era conducido desde Cesarea a Jerusalén gravemente enfermo. Advertido de la
delicada situación, abandonó el sitio de Jaffa, regresó a Jerusalén e hizo
tomar la Torre de David y la ciudadela por sus soldados. Como es sabido, nada
hay bajo el sol que provoque más desdicha y a la vez despierte más pasiones que
la muerte de un monarca.
Dagoberto
intentó por todos los medios que se impidiera la llegada de Balduino, hermano y
heredero del rey muerto y trató de comprar la voluntad de los barones a favor
de que se lo proclamara como el nuevo monarca del reino latino. El pisano era
un hombre temible y temerario. Como arzobispo de Pisa había dado muestras de un
visceral odio al sarraceno, pero apenas superaba al que sentía por Bizancio.
Desde un primer momento, conquistada Jerusalén, exigió que la misma fuese
gobernada directamente por la Iglesia, de la cual él era el representante. En
oposición, los barones francos reclamaron la potestad de gobernar sus
principados. El conflicto se zanjó con la promesa hecha por Godofredo de entregar
Jerusalén al gobierno de Roma una vez que se derrotara a todos los infieles y
se acabara con la amenaza del sultán de Egipto.
Ahora,
muerto Godofredo, Dagoberto pretendía la dignidad que su alta investidura le
reservaba como legado papal y Patriarca, y no toleraría que esos miserables
griegos pusiesen en duda su autoridad sobre todo cuanto contuviese la Ciudad
Santa. El monje Sabas, que había amenazado al lombardo Gianfranco di Montana,
fue colgado de una torre y el resto de los monjes griegos expulsados del Santo
Sepulcro y reemplazados por monjes latinos. La muerte de Sabas pasó
desapercibida en medio de la incertidumbre que se apoderaba de los habitantes
de Jerusalén, pero sumó una herida profunda a las ya tantas que atormentaban a
latinos y griegos.
Gianfranco
pudo terminar el mausoleo de Godofredo un día antes de que el cadáver entrara
al Santo Sepulcro. Solo un selecto puñado de príncipes y prelados pudo ver esa
tarde la obra terminada, y puede afirmarse que les provocó profunda admiración,
al punto que, abrazados unos con otros, no podían contener el llanto. En una de
las caras del prisma de mármol verde, grabado en la piedra se leía:
“Aquí
yace, ínclito, el duque Godofredo de Bouillón, que ganó toda esta tierra para
el culto cristiano, cuya alma descansa con Cristo. Amén”.
Y
aunque Dagoberto de Pisa no despertaba las simpatías de ningún cristiano, todos
aplaudieron la magnificencia y precisión con la que las exequias de tan noble
guerrero se habían llevado a cabo. Sin embargo, para Berengario y el grupo de
soldados que habían acompañado a Godofredo desde la Lotaringia hasta los
desiertos de Arabia, nada de esto era importante. El duque había sido desoído
en el deseo más grave que un hombre puede albergar: el último.
Caída
la noche de aquel 23 de julio, el lugarteniente y sus hombres entraron en la
Iglesia y redujeron a los monjes que se encontraban acomodando al muerto en el
sudario. El hedor del cadáver, el calor del estío y el humo de la mirra
invadían el ambiente. De inmediato desplegaron la piel de Canavar sobre el
pavimento de piedra y colocaron en ella al muerto, envolviéndolo como un
matambre. Sin dilación trasladaron el cuerpo a la capilla y lo introdujeron en
el sarcófago de piedra. Gianfranco di Montana completó la obra sellando la
lápida hecha del mismo mármol griego que las columnas y el prisma.
Al
alba, Berengario abandonó Jerusalén junto con un puñado de loreneses. Se fue
sigilosamente por la llamada Puerta de la Basura. Luego de rodear las murallas
tomó por el antiguo camino de Jaffa, con la intención de llegar a Trípoli y
embarcar a Europa. Ya lejos de la ciudad detuvo la marcha y miró hacia las
murallas por última vez. Muerto Godofredo y cumplida su voluntad, ya nada lo
ataba a aquella tierra. Hundió las espuelas en los flancos de su caballo y el
pequeño contingente se perdió ladera abajo.
III
Los
campos de batalla suelen ser tumbas más honorables que las construidas en los
palacios y los templos. La tierra yerma, las hondonadas cercanas a las grandes
carnicerías, o los bosques umbríos donde perecieron los invasores, rara vez son
reclamados por alguien. El guerrero
muerto en combate y enterrado en el anonimato induce a la reverencia, porque el
olvido es el más desgraciado de todos los destinos. En cambio, los mausoleos se
elevan para gloria de los vencedores y escarnio de los vencidos.
Gianfranco
di Montana murió poco después de terminada aquella tumba; una disentería se lo
llevó en pocos días y su cuerpo fue enterrado extra muros. Podría decirse que
su obra maestra fue la tumba del duque Godofredo. De Berengario nada más se
supo, salvo que había abordado una nave en Trípoli rumbo a Constantinopla. Por
décadas todo fue calor y polvo, hasta que Jerusalén cayó en manos del sultán
Saladino poniendo fin a noventa años de dominación cristiana. Dicen que luego
de haber lavado personalmente el piso de la mezquita Al Aqsa, el sultán solicitó
conocer el cenotafio de Godofredo a quien le rindió homenaje. Más que por
admiración, lo hizo para dar el ejemplo del respeto que se les debe a los
conquistadores, él mismo acababa de conquistar la ciudad y una avanzada sífilis le auguraba poca vida.
Pasaron
los años y en tiempos del sultán Al Kamil, los cristianos recuperaron de manera
efímera su soberanía sobre Jerusalén. En los tres siglos siguientes la ciudad
fue arrasada por los tártaros jorezmitas, después recuperada por los árabes y
finalmente conquistada por los otomanos, que devolvieron a los griegos el
control sobre el Santo Sepulcro. En cada caso, los nuevos conquistadores visitaron
la tumba de mármol verde de Godofredo y la de su hermano Balduino. A todos
despertaba admiración el prisma funerario, menos a los griegos. Para ellos el
paso de los latinos por Jerusalén era una espina clavada en su orgullo. Como si
se tratase de una provocación, la tumba de Godofredo permanecía erguida en el corazón
del mundo cristiano. Para colmo de males, el lugar elegido por Dagoberto de
Pisa no podría haber sido más desafiante: el visitante que se acercaba a la tumba
de Godofredo debía ingresar al recinto atravesando la Capilla de Adán, ubicada
justo debajo del Monte Calvario. Según los griegos existe allí una piedra
sagrada que se quebró a causa del terremoto producido en el momento de la
muerte de Cristo. La hendidura habría permitido que la sangre del Mesías descendiera
por la roca y redimiera al primero de los hombres, que se pensaba que estaba
sepultado allí. La realidad era que quien pretendía llegar a la tumba de Godofredo
dependía del buen humor de los monjes griegos Las grescas a causa del control del ingreso a
las tumbas de los reyes cristianos eran frecuentes entre latinos y orientales,
pero los turcos –ahora los verdaderos dueños de Jerusalén– hacían todo lo
posible para favorecer a los monjes ortodoxos en detrimento de los latinos y
los armenios. Después de todo, el Patriarca griego no dejaba de ser un súbdito
del imperio otomano.
Ocurrió
entonces que el destino azuzó las pasiones entre las facciones cristianas. Hacia
principios del siglo XIX llegó al Santo Sepulcro el monje Castino de Meteora. Venía de habitar por treinta años
en el famoso monasterio llamado Gran Meteoro, en Tesalia. Su aspecto tenebroso,
sus ojos de un color negro sucio, los nudos de sus dedos y su impresionante
altura provocaron una inmediata fascinación entre los suyos. No tardó en
hacerse cargo de la misteriosa sociedad llamada Confraternidad de Hàghios
Tàphos, que se arrogaba la custodia del sepulcro de Cristo. Los cófrades se
reunían en una cripta en el interior del complejo, donde guardaban un
antiquísimo archivo. Castino puso bajo llave a todos los rollos y códices allí ocultos
y comenzó a leer, leer, y leer. Su único anhelo era demostrar que ninguna otra
iglesia que la griega podía custodiar el Santo Sepulcro. Comenzaba su lectura
cuando los monjes se iban a sus aposentos, luego de la cena. Leía hasta que las
candelas se extinguían, y así cada noche. De día solo salía para comer y
compartir la oración con sus hermanos en el Catholicón. Luego volvía a la
cripta y continuaba la lectura.
Una
madrugada, mientras examinaba un antiguo documento escrito en francés, Castino
sintió que el corazón se le paralizaba, al tiempo que su cerebro le comenzaba a
arder cual brasa de carbón. Era una antigua crónica de la cruzada en la que se
narraba la gesta de los francos. Uno de los episodios llevaba por título Histoire du chevalier Godfrey et de l'ours
Canavar. Espantado leyó y releyó el modo en el que Berengario había
obligado a los monjes latinos a enterrar al príncipe envuelto en el cuero de la
bestia. Era la gota que rebasaba el vaso. No solo habían profanado el Hàghios
Tàphos enterrando a un bandolero lotaringio devenido en rey, sino que aquel
cadáver yacía junto con un oso, elevado heréticamente a la regia dignidad de
compartir la tumba del monarca. Horas más tarde, los cófrades se reunieron para
escuchar el hallazgo de Castino.
¡Herjía!
¡Oprobio! ¡Ignominia! Tales fueron las palabras proferidas por los monjes,
junto a otras que nos guardamos por decoro. Lo cierto es que ese día Castino y
sus compinches urdieron un plan para purificar, de una vez y para siempre, el
Santo Sepulcro. Primero convenció al Patriarca de que había que exhumar los
cuerpos y arrojarlos de allí. No solo eso: había que asegurarse de que nadie
jamás los encontrase. Luego hizo que el Patriarca lo llevase en presencia del gobernador
turco, quien no vivía en Jerusalén sino en la ciudad de Jaffa. Poco importó al
funcionario otomano lo que hiciesen con los huesos de Godofredo y su hermano
Balduino, sin embargo reparó en la piel del oso.
El
gobernador era un coronel del gran ejército turco y conocía muy bien la
historia de Kilij Arslan, el sultán de Rüm, a quien consideraba un héroe por su
desempeño en tiempos de la invasión cristiana. Por otra parte, su familia se
remontaba a la antigua tribu turca de los Oghuz Yiva, que habían conocido
tiempos de gloria de la mano de Kilij Arslan.
Haced con los reyes lo que os
plazca –les dijo, serio-, pero la
piel del animal es propiedad otomana. Traédmela con el mayor cuidado.
Castino
y el Patriarca regresaron de inmediato a Jerusalén. Solo faltaba decidir qué
hacer con los huesos, luego de quitarlos de la tumba. Fue en ese momento que el
monje se atrevió a confesar el plan que había pergeñado: no solo se desharían
de los huesos sino también de las tumbas; nada quedaría en Hàghios Tàphos que
recordase que allí, alguna vez, fue sepultado un rey latino.
Una
semana después de la visita al gobernador turco, un incendio devastador se
desató en la Iglesia del Santo Sepulcro. La desesperación se apoderó de los
monjes, de los judíos (que temieron que se los culpase), y de los mahometanos
que levantaban sus comercios en el bazar, alrededor de la basílica. En medio de
las llamas, el insensato Castino y sus secuaces, arremetieron con mazos sobre
las lápidas de mármol verde, profanaron los sarcófagos y extrajeron los restos
en medio de la gran confusión reinante. Cuando las llamas fueron extinguidas,
nada quedaba de las tumbas de Godofredo y Balduino. Un último registro sobre
aquellos monumentos ha quedado testimoniado por la pluma del vizconde de
Chateaubriand: “...No quise abandonar el
sagrado recinto –escribió entonces- sin
detenerme e inclinarme ante los monumentos funerarios de Godofredo y Balduino,
que dan frente a la puerta de la Iglesia. Con respetuoso silencio saludé las
cenizas de los reyes caballeros que merecieron hallar su descanso junto al gran
Sepulcro por ellos libertado...”
Diremos
por último que Castino de Meteora no pudo cumplir con la condición impuesta por
el gobernador turco, pues la piel de Canavar era ya tan quebradiza que fue
imposible separarla de los huesos apolillados de Godofredo. Desapareció de
Jerusalén sin dejar rastros luego de esconder aquellos restos en un lugar que
permanece secreto hasta el día de hoy.
Eduardo R. Callaey ©
Eduardo R. Callaey ©
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