jueves, 1 de febrero de 2018

El caballero y el oso (Cronicón jerosolimitano)

Llegué por primera vez a Jerusalén una mañana lluviosa de noviembre. Mis expectativas eran tantas que me sentía paralizado. Por fin vería el ombligo del mundo: el Santo Sepulcro. Ninguna otra cosa en la vida había sido más anhelada por mí que llegar a la iglesia construida sobre el Gólgota. Si había un lugar en el que Dios podría escucharme, era allí, en el sitio en el que Cristo había muerto y resucitado.

A ese estado de conmoción interior se sumaba una molestia inesperada. En algún punto del desierto me había atacado una bacteria que me provocó una fuerte indisposición y me mantuvo en cama durante los dos primeros días. Tal vez fuese la emoción de enfrentarme a mi anhelo más íntimo.
Al tercer día (el último que estaríamos en Jerusalén), con gran esfuerzo me uní al contingente que visitaría la Iglesia del Santo Sepulcro. Dos deseos me invadían el alma: rezar en la tumba de Jesús y encontrar el lugar donde había sido sepultado Godofredo de Bouillón, quien conquistara la Ciudad Santa en la primera cruzada.
Al llegar al interior de la Iglesia, mientras el resto del contingente recorría su laberíntica estructura, me quedé conversando con nuestro guía respecto de la misteriosa desaparición del cuerpo de Godofredo, que junto a su hermano Balduino, había descansado en ese lugar hasta que un oportuno incendio permitió a los curas ortodoxos hacer desaparecer los cadáveres de ambos. El guía conocía esa historia y me prometió que antes de irnos me llevaría al lugar donde, originariamente, habían estado sepultados los dos reyes. Seguimos recorriendo aquel interminable edificio hasta que me flaquearon las piernas y me senté a esperar a que el guía hiciese su trabajo con el resto del grupo. Me sentía tan débil que apenas podía caminar. Me recosté en un banco de piedra sin dejar de pensar que Godofredo y su hermano Balduino habían descansado en ese santo sitio hasta que los griegos cometieron la indigna fechoría de profanar sus sepulcros. Durante un largo rato me sentí abrumado, con un sentimiento de gratitud por haber llegado al corazón mismo de la cristiandad. Sucedió entonces que el guía se me acercó y con una sonrisa me dijo que yo estaba sentado, precisamente, sobre la que había sido la tumba de Godofredo. Lo que ahora eran dos asientos de piedra, al costado de un pequeño pasillo al lado de la Capilla de Adán, habían sido hasta el siglo XIX el lugar de descanso de los dos primeros reyes de Jerusalén. No puedo describir el río eléctrico que corrió en mis arterias.
Dios ha sido generoso conmigo, pues en los siguientes años volví tres veces al mismo lugar, acompañado por el mismo guía, cuyo nombre es Ariel Seiferheld y a quien dedico el siguiente relato. No debe tomarse como un ensayo histórico sino como un simple cuento, con la salvedad de que cualquier parecido con la realidad no es, en modo alguno, una mera coincidencia.   





El caballero y el oso
I
En un páramo de la Frigia selyúcida, más precisamente en el sultanato de Rüm, tuvo lugar –en tiempos remotos– un combate singular. La crónica es esquiva en los detalles, como si la pluma hubiese querido velar la esencia del relato. Pero el choque entre estos colosales contendientes causó tal impresión entre los soldados francos y las pobres gentes que, admirados por las inusuales circunstancias de la lid, contaron en canciones y romances aquello que se había ocultado al pergamino.
Quiso el Señor que los dos campeones se enfrentaran sin que uno fuese el enemigo del otro. No había entre ellos odio alguno ni motivo aparente para matarse, pero en ambos anidaba el sentimiento de la culpa y la venganza carcomía sus entrañas.
El hecho sucedió hacia finales del verano de 1097. Un oso caminaba tambaleante por las estribaciones de los montes Tauro. Llevaba incrustada en su antebrazo la cabeza de una flecha que le provocaba un dolor persistente. Pero su verdadero sufrimiento era más profundo que el dolor de la herida: dos días antes sus oseznos habían muerto asesinados a manos de los hombres del sultán Kilij Arslan cuando, por un fatal descuido, se acercaron más de lo prudente a la antigua calzada bizantina que se encontraba disputada por los soldados selyúcidas y los invasores cristianos. Nada pudo hacer el animal para salvar a sus crías. Rabioso, debió huir ante la lluvia de flechas.
No era la primera vez que el oso burlaba la muerte. Prueba de ello eran las cicatrices que llevaba en sus piernas, provocadas por el hierro dentado de las trampas con las que los campesinos habían tratado, en vano, de atraparlo. En la comarca lo conocían con el nombre de Canavar -que en el antiguo idioma turcomano significa bestia- y su sola mención causaba pánico entre los pastores. Algunos afirmaban que el oso llevaba años merodeando el río Sakarya, en donde se alimentaba de peces; otros decían que había venido de Isauria, luego de ser vencido en una pelea en la que varios machos se disputaban una hembra en celo. Canavar ya era una leyenda. La respiración agitada y la baba blanca colgando de su boca denotaban el cansancio de la persecución a la que estaba siendo sometido. Uno de los esbirros de Kilij Arslan lo seguía de cerca, arco en mano.   
Al otro lado del río los francos habían plantado campamento luego de librar feroz batalla. Enterrar a los miles de muertos demandó de toda una jornada. El jefe de aquél ejército era el duque Godofredo, un caballero de gran porte, famoso es sus tierras por su belleza, temido por su crueldad y por la fuerza con la que descargaba el hacha. Sus soldados lo amaban porque era generoso con el botín. Conducía a sus guerreros con mano firme durante la batalla, como el amo que sostiene a su perro con un collar de cadena. Pero apenas olía la victoria los liberaba como a monstruos hambrientos para que saciaran sus pasiones saqueando las casas, asesinando a los paisanos y deshonrando a las mujeres.  
Ahora ese azote había caído sobre la Frigia y los hombres del sultán huían en desbandada, muertos de miedo y librados a su suerte. Uno de esos infelices iba detrás de Canavar, siguiendo su rastro.
Esa noche, al terminar la faena con los muertos, Godofredo se recluyó en su tienda, víctima de gran angustia. Entre los enterrados yacían muchos de sus amigos y vasallos, venidos con él desde el Poniente. Nunca antes había sentido tal desasosiego que nada podía calmar. Ni siquiera un odre de vino, que bebió con desesperación hasta que sus barbas y la ropa aún ensangrentada quedaron empapadas de alcohol y de sudor. Se durmió y sufrió espantosas pesadillas: abrasado por la culpa, sentía que había conducido a sus hombres a un horrible matadero. Podía ver el rostro amargo de las viudas acusándolo ante Dios y los ojos horrorizados de los huérfanos clamando por sus padres.
Despertó entrada la noche. Aún no despuntaba el alba cuando lo invadió tremenda rabia. ¿Qué clase de victoria era la suya si había costado tantas vidas? ¿Cómo haría para vengar la dura pérdida? Ebrio y loco de furia se puso de pié y empuñó el hacha. Los centinelas vieron su enorme sombra oscilante deslizarse por el campamento dirigiéndose hacia la orilla del río. Un grupo de caballeros fue advertido y salieron a buscarlo, temerosos de que la bebida le hubiese hecho perder el tino.   
Mientras tanto Canavar, aprovechando la negrura de la noche, había logrado evadirse de su perseguidor vadeando el río y, exhausto, reponía sus fuerzas oculto en un remanso pedregoso. Godofredo, que deambulaba por la playa en plena madrugada, pisó al animal al confundirlo con las rocas. Canavar rugió de pánico y pegó un brinco, lo que hizo que ambos se pegaran un tremendo susto. Repuesto de la sorpresa, el oso se paró en sus piernas y abrió las fauces, gruñendo y mostrando sus colmillos. El caballero, paralizado por la inesperada aparición, reaccionó con torpeza y, blandiendo el hacha se lanzó sobre la bestia cuya altura lo superaba por un palmo. El oso vio en el caballero la imagen de los asesinos de sus crías y, enloquecido de furor lanzó un violento zarpazo que el duque apenas pudo parar con el mango del hacha, pero no  pudo evitar una caída aparatosa que le hizo temer por su vida. La oportuna llegada de los caballeros que habían salido a su encuentro distrajo por unos segundos al animal y evitó que lo despachara sin más. Pero la ira se había apoderado de Godofredo. La bestia seguía parada frente a él, y en ella estaba ahora concentrada la imagen de todas las desgracias. El duque dio orden a sus hombres de que no interviniesen en la lucha, y esta vez se lanzó a manos limpias contra el oso, rodando ambos por la orilla del río yendo a dar con el agua en infernal chapoteo.
El sol ya asomaba detrás del Tauro e iluminaba aquella escena dantesca en la que los dos colosos trataban de abrazar al otro con la muerte. Godofredo logró pillar al oso por detrás y, cruzando ambas piernas sobre la cintura del animal le rodeó el cuello con su poderoso brazo y comenzó a asfixiarlo. Canavar, desesperado, no encontraba el modo de zafar de la traba y agitaba sus zarpas en el aire, revolcándose con su captor. Los hombres de Godofredo parecían hipnotizados por la escena, incrédulos del espectáculo que ambos ofrecían.
Casi ahogado y al borde de la muerte, Canavar, en un estertor propio del guerrero moribundo, se sacudió con tal violencia que Godofredo se vio arrojado nuevamente a la arena de la orilla. Rápido de reflejos quiso tomar al oso otra vez del cuello, pero Canavar, aún sofocado por la asfixia sufrida, clavó su garra en el pecho del cristiano y le arrancó un jirón de carne que casi le lleva las costillas.
Godofredo sintió que se moría, pero el hálito de los héroes hizo que la fama ganada acudiera en su socorro. Sobreponiéndose al dolor, percibió que Canavar aun no se reponía del todo, y en un último esfuerzo tomó el hacha que estaba en el suelo y asestó un golpe al oso en la cabeza hundiendo la cuchilla hasta el carrillo. La bestia, con la cara ya partida, cayó muerta al instante. Godofredo se desplomó de bruces con el pecho destrozado y quedó tendido al lado del oso. Luego todo fue oscuridad. Un sueño sin ensueños.   
Berengario, que era el lugarteniente del duque Godofredo, hizo cuerear al animal con sumo cuidado y le dio la piel, junto con el cráneo, a un hábil curtidor armenio llamado Antranig, recomendándole que la tratara como si fuese un tesoro. Godofredo se debatió entre la vida y la muerte durante tres semanas; atravesó en litera toda la Frigia quemada y luego Isauria hasta la ciudad de Konia, que fue tomada por su ejército. De a ratos parecía que iba a morir porque su aliento se debilitaba al extremo de volverse imperceptible. En otras ocasiones era presa del delirio y sus alaridos hacían que sus soldados se persignasen y oraran por su alma. Una mañana despertó y pidió vino y un pernil, y aunque lo vomitó de inmediato, todos se alegraron de que finalmente el duque se hubiese recuperado.
Berengario le contó que los soldados cantaban canciones que hablaban de su combate con Canavar y que muchos se arrogaban el haberlo presenciado. Godofredo disfrutaba mucho de estos chismes y le dio gran satisfacción el hecho de enterarse de que el animal había sido temido por los habitantes de aquel país y que hasta tenía un nombre intimidante. Cuando se sintió con fuerzas suficientes como para recorrer el campamento pidió ir al sector de los curtidores, que se encontraba alejado de las tiendas a causa del olor nauseabundo que se respiraba en él. Era común que las pieles se curtieran con aceite hecho con el cerebro del propio animal, lo que provocaba gran pestilencia, pero Godofredo, como hemos dicho, no era hombre delicado.
El armenio Antranig llevaba casi dos meses trabajando la piel con gran destreza. El duque quedó impresionado por el tamaño de la pieza y por la calidad del pelaje. La observó minuciosamente y hasta pudo ver el fino cocido con el que el artesano había disimulado el corte provocado por el hacha. El armenio se apresuró a advertir que el trabajo aún no estaba terminado a lo que Godofredo respondió que ningún apuro debía ir en detrimento de la excelente labor y lo premió con tres besantes de oro, prometiéndole otros tres cuando la tarea hubiera terminado. Antranig pronunció varias veces la palabra Shnorhakalut’yun e hizo una amable reverencia según la costumbre de los armenios. Pasó otro mes y la piel quedó en poder de su dueño. Nadie imaginó por entonces que un objeto llamado a ser abrigo y testimonio de coraje obraría sobre el duque cierta magia misteriosa.
La expedición de los cruzados continuó por dos años más, hasta que en 1099 cayó la ciudad de Jerusalén en poder de los ejércitos cristianos. Como es sabido, luego de largos cabildeos se decidió que un consejo de notables eligiese por rey al más virtuoso. Fue en ese misterioso conclave en donde varios caballeros hablaron del cambio prodigioso que había sufrido el duque. Lo atribuían a las graves heridas sufridas por las garras del oso, que lo dejaron al borde de la muerte. Aquel guerrero cruel que se solazaba en el saqueo, que había pasado su vida en aventuras tumultuosas se había vuelto un hombre piadoso, temeroso de Dios y amigo de los pobres. Finalmente resultó electo entre los príncipes y se le comunicó que sería el rey de la ciudad más santa de la Tierra.
Esa noche, en su recámara, Godofredo se cubrió con la piel de Canavar. Sumido en profundas cavilaciones parecía hablar con esa piel, como si el oso que la habitó pudiera escucharlo. En más de una ocasión, en la penosa marcha desde Antioquía y durante el largo sitio al que fue sometida Jerusalén, el duque había encontrado en Caravar una metáfora inquietante: ¿Qué quedaría de él cuando al fin cayese vencido? ¿No era acaso la fama apenas una cáscara de aquello que fue? Igual que el oso, había transcurrido la vida cuidando su territorio, o emigrando hacia la conquista de uno nuevo. Había debido cuidarse de otros príncipes y su cuerpo, al igual que el de Canavar, estaba cubierto de cicatrices. En su castillo en la Árdenas abundaban las pieles de animales cazados por su abuelo Gothelón y por su tío, Godofredo el jorobado. También él mismo había cazado osos en el condado de Amberes, pero esta vez había sido diferente. El destino los había cruzado, no en un coto de caza sino en una encrucijada; no en una cacería sino de igual a igual. Ambos habían tenido la oportunidad de matar al otro, y en ello, el duque, creía haber encontrado la nobleza.
A la mañana siguiente, luego de la misa, anunció a los príncipes que no llevaría una corona de oro y plata en el lugar donde Cristo había padecido una de espinas, y que no ostentaría el título de rey sino el más humilde de Defensor del Santo Sepulcro. Su única ambición era la de ser enterrado en la iglesia erigida en el lugar que Cristo había sufrido el calvario.
II
La corte no tardó en murmurar acerca de la salud mental de Godofredo. Pasaba largas horas en su recámara, en la más absoluta soledad. O bien se retiraba a la pequeña capilla de la ciudadela, en donde se entregaba a infinitas plegarias que se prolongaban al extremo de dejar esperando a los nobles, que veían indignados cómo se enfriaba la comida, servida y a la espera de quien ocupaba la cabecera de la mesa. Aquel soldado arrebatado por la pasión era ahora un hombre pío; Godofredo se asemejaba más a un monje que a un guerrero, pero ¿quién se atrevería a desafiarlo? La fuerza de su brazo estaba intacta, y el hacha –la misma que había matado a Canavar–, permanecía siempre cerca de su mano, colgando de su tahalí de cuero de jabalí.
Su obsesión era el enemigo mahometano que aún asolaba al reino y controlaba las costas de la Palestina. En la primavera del año 1100 emprendió una campaña contra las grandes ciudades marítimas y puso sitio a Cesarea. El emir, aterrado frente al ejército cristiano, le propuso a Godofredo un parlamento, de resultas del cual, aceptó someterse a vasallaje a cambio de conservar la ciudad y el feudo. Luego invitó al nuevo monarca de Jerusalén a que gozara de la hospitalidad de la antigua ciudad. Algunos rumores dicen que la grave enfermedad que contrajo Godofredo en Cesarea fue causada por una pócima ponzoñosa que el emir mandó poner en la comida. Abatido por una fiebre abrasadora, -cuyas causas los médicos no atinaban a encontrar-, y consciente de que su vida estaba en peligro, precipitó su regreso a Jerusalén.
Berengario ordenó que Cesarea fuese pasada a degüello y apuró la vuelta. No se apartó del enfermo hasta llegar a la vieja ciudadela de David. Ya dentro de los muros de Jerusalén, Godofredo supo que se estaba muriendo e hizo que viniese a su presencia Dagoberto de Pisa -el Patriarca latino- para que lo confesara, pero antes tomó a Berengario por la manga de la camisa y le pidió que lo enterraran en alguna de las criptas de la Iglesia del Santo Sepulcro envuelto en la piel de Canavar, Tan inesperado fue el deceso que ni siquiera había podido elegir su propia tumba, como era la antigua costumbre de los reyes. 
El cadáver, cubierto de un fino camisolín de seda blanca, bordado en oro, fue exhibido al pueblo durante los funerales que se extendieron por tres días. Pronto llegaron los príncipes de Antioquía, de Trípoli y Edesa, y también los barones que se habían enseñoreado de todo el desierto de Judea y de los confines más allá del Jordán hasta el castillo conocido como La Roca, que ahora pertenecía a la Casa de Chatillon. El Patriarca, hombre proclive al lujo y al boato, había convertido las pompas fúnebres del guerrero en una muestra de ostentación.  Berengario y sus hombres veían aquel esperpento fúnebre con particular desprecio: ¡Godofredo cubierto de sedas blancas e hilo de oro! ¡El brazo más letal de Lotaringia envuelto en columnas de incienso y untado con óleos aromáticos! En vano le pidió al Patriarca que su jefe fuese envuelto en la piel del oso. No es de cristianos, respondió el prelado.
Finalmente, el 23 de julio de 1100, el cortejo mortuorio se puso en marcha para trasladar el cuerpo del malogrado caballero a su destino final. Tancredo de Hauteville abrió el paso encabezando a los heraldos. El pesado camastro con el cadáver fue llevado al hombro por una docena de bravos caballeros. Allí marchaba Jerusalén y su campeón. Detrás de los doce, Berengario, a pie, llevaba de la brida al corcel que había acompañado a Godofredo desde la Lotaringia. Los monjes entonaban sus cantos monódicos seguidos del fasto eclesiástico, y la plebe deliraba frente al paso del héroe. Tanta era la cantidad de gente que quería rendir su homenaje que la columna casi se extendía entre la iglesia y el palacio.
El cuerpo de Godofredo fue depositado al lado de la antigua loza en la que había sido acostado el propio Jesucristo luego de ser crucificado y a la que los cristianos llaman La Piedra de la Unción. Se dejó en manos del Patriarca y de los canónigos del Santo Sepulcro el traslado póstumo del cuerpo al cenotafio de piedra, que se había construido de apuro en una de las capillas.
Apenas fallecido Godofredo, el monumento funerario se le había encomendado a un escultor lombardo de nombre Gianfranco di Montana, que acababa de llegar a Jerusalén con un contingente de masones del Lago de Como. Gianfranco le echó el ojo a un enorme bloque de mármol verde de Grecia, que permanecía cerca de la Puerta de Damasco, abandonado sobre un carretón. Era una pieza única y muy costosa: ¿qué mejor para probar su destreza que construir una tumba real? Sin embargo, ese bloque de mármol de Grecia fue el inicio de un litigio que traería gran desgracia en el futuro.
Apenas acometió Gianfranco el esculpido de la piedra, un monje de nombre Sabas, ataviado a la usanza griega, se presentó seguido de un grupo de acólitos en el improvisado taller del artista y, violentamente, reclamó la propiedad del mármol. Argumentó Sabas que dicha costosa pieza había sido donada por el emperador bizantino al Patriarca griego Simeón para ser utilizada en adornar la Iglesia del Santo Sepulcro y que, por ende, les pertenecía. El incidente derivó en una trifulca abierta entre los artesanos de Gianfranco y los monjes griegos. La gresca llegó al extremo de que un italiano le rompió la cabeza a un griego de un mazazo y que un griego le hundió sus pulgares en los ojos a uno de los escultores, dejándolo ciego. Solo la intervención de los soldados del palacio pudo parar la pelea. Pero la actitud de los griegos enfureció al Patriarca latino.
Es menester dar por cierto que la cruzada, lejos de apaciguar las reyertas entre los cristianos de Levante y de Poniente, las había exacerbado. No es menos cierto que los griegos se sentían los verdaderos Señores de Jerusalén y que el Patriarca bizantino consideraba un gran escándalo la aparición de un rival latino. Godofredo había anulado toda injerencia de los griegos en los lugares santos, entregándolos a la custodia de Dagoberto, el legado papal que había reemplazado al valiente Ademaro de Monteil, muerto durante la expedición en Antioquía de Orontes.
Dagoberto de Pisa, que se había convertido en el primer Patriarca latino de Jerusalén, se encontraba sitiando la ciudad de Jaffa cuando llegó la noticia de que Godofredo era conducido desde Cesarea a Jerusalén gravemente enfermo. Advertido de la delicada situación, abandonó el sitio de Jaffa, regresó a Jerusalén e hizo tomar la Torre de David y la ciudadela por sus soldados. Como es sabido, nada hay bajo el sol que provoque más desdicha y a la vez despierte más pasiones que la muerte de un monarca.
Dagoberto intentó por todos los medios que se impidiera la llegada de Balduino, hermano y heredero del rey muerto y trató de comprar la voluntad de los barones a favor de que se lo proclamara como el nuevo monarca del reino latino. El pisano era un hombre temible y temerario. Como arzobispo de Pisa había dado muestras de un visceral odio al sarraceno, pero apenas superaba al que sentía por Bizancio. Desde un primer momento, conquistada Jerusalén, exigió que la misma fuese gobernada directamente por la Iglesia, de la cual él era el representante. En oposición, los barones francos reclamaron la potestad de gobernar sus principados. El conflicto se zanjó con la promesa hecha por Godofredo de entregar Jerusalén al gobierno de Roma una vez que se derrotara a todos los infieles y se acabara con la amenaza del sultán de Egipto.
Ahora, muerto Godofredo, Dagoberto pretendía la dignidad que su alta investidura le reservaba como legado papal y Patriarca, y no toleraría que esos miserables griegos pusiesen en duda su autoridad sobre todo cuanto contuviese la Ciudad Santa. El monje Sabas, que había amenazado al lombardo Gianfranco di Montana, fue colgado de una torre y el resto de los monjes griegos expulsados del Santo Sepulcro y reemplazados por monjes latinos. La muerte de Sabas pasó desapercibida en medio de la incertidumbre que se apoderaba de los habitantes de Jerusalén, pero sumó una herida profunda a las ya tantas que atormentaban a latinos y griegos.
Gianfranco pudo terminar el mausoleo de Godofredo un día antes de que el cadáver entrara al Santo Sepulcro. Solo un selecto puñado de príncipes y prelados pudo ver esa tarde la obra terminada, y puede afirmarse que les provocó profunda admiración, al punto que, abrazados unos con otros, no podían contener el llanto. En una de las caras del prisma de mármol verde, grabado en la piedra se leía:
“Aquí yace, ínclito, el duque Godofredo de Bouillón, que ganó toda esta tierra para el culto cristiano, cuya alma descansa con Cristo. Amén”.
Y aunque Dagoberto de Pisa no despertaba las simpatías de ningún cristiano, todos aplaudieron la magnificencia y precisión con la que las exequias de tan noble guerrero se habían llevado a cabo. Sin embargo, para Berengario y el grupo de soldados que habían acompañado a Godofredo desde la Lotaringia hasta los desiertos de Arabia, nada de esto era importante. El duque había sido desoído en el deseo más grave que un hombre puede albergar: el último.
Caída la noche de aquel 23 de julio, el lugarteniente y sus hombres entraron en la Iglesia y redujeron a los monjes que se encontraban acomodando al muerto en el sudario. El hedor del cadáver, el calor del estío y el humo de la mirra invadían el ambiente. De inmediato desplegaron la piel de Canavar sobre el pavimento de piedra y colocaron en ella al muerto, envolviéndolo como un matambre. Sin dilación trasladaron el cuerpo a la capilla y lo introdujeron en el sarcófago de piedra. Gianfranco di Montana completó la obra sellando la lápida hecha del mismo mármol griego que las columnas y el prisma.
Al alba, Berengario abandonó Jerusalén junto con un puñado de loreneses. Se fue sigilosamente por la llamada Puerta de la Basura. Luego de rodear las murallas tomó por el antiguo camino de Jaffa, con la intención de llegar a Trípoli y embarcar a Europa. Ya lejos de la ciudad detuvo la marcha y miró hacia las murallas por última vez. Muerto Godofredo y cumplida su voluntad, ya nada lo ataba a aquella tierra. Hundió las espuelas en los flancos de su caballo y el pequeño contingente se perdió ladera abajo.

III
Los campos de batalla suelen ser tumbas más honorables que las construidas en los palacios y los templos. La tierra yerma, las hondonadas cercanas a las grandes carnicerías, o los bosques umbríos donde perecieron los invasores, rara vez son reclamados por alguien.  El guerrero muerto en combate y enterrado en el anonimato induce a la reverencia, porque el olvido es el más desgraciado de todos los destinos. En cambio, los mausoleos se elevan para gloria de los vencedores y escarnio de los vencidos.  
Gianfranco di Montana murió poco después de terminada aquella tumba; una disentería se lo llevó en pocos días y su cuerpo fue enterrado extra muros. Podría decirse que su obra maestra fue la tumba del duque Godofredo. De Berengario nada más se supo, salvo que había abordado una nave en Trípoli rumbo a Constantinopla. Por décadas todo fue calor y polvo, hasta que Jerusalén cayó en manos del sultán Saladino poniendo fin a noventa años de dominación cristiana. Dicen que luego de haber lavado personalmente el piso de la mezquita Al Aqsa, el sultán solicitó conocer el cenotafio de Godofredo a quien le rindió homenaje. Más que por admiración, lo hizo para dar el ejemplo del respeto que se les debe a los conquistadores, él mismo acababa de conquistar la ciudad  y una avanzada sífilis le auguraba poca vida.
Pasaron los años y en tiempos del sultán Al Kamil, los cristianos recuperaron de manera efímera su soberanía sobre Jerusalén. En los tres siglos siguientes la ciudad fue arrasada por los tártaros jorezmitas, después recuperada por los árabes y finalmente conquistada por los otomanos, que devolvieron a los griegos el control sobre el Santo Sepulcro. En cada caso, los nuevos conquistadores visitaron la tumba de mármol verde de Godofredo y la de su hermano Balduino. A todos despertaba admiración el prisma funerario, menos a los griegos. Para ellos el paso de los latinos por Jerusalén era una espina clavada en su orgullo. Como si se tratase de una provocación, la tumba de Godofredo permanecía erguida en el corazón del mundo cristiano. Para colmo de males, el lugar elegido por Dagoberto de Pisa no podría haber sido más desafiante: el visitante que se acercaba a la tumba de Godofredo debía ingresar al recinto atravesando la Capilla de Adán, ubicada justo debajo del Monte Calvario. Según los griegos existe allí una piedra sagrada que se quebró a causa del terremoto producido en el momento de la muerte de Cristo. La hendidura habría permitido que la sangre del Mesías descendiera por la roca y redimiera al primero de los hombres, que se pensaba que estaba sepultado allí. La realidad era que quien pretendía llegar a la tumba de Godofredo dependía del buen humor de los monjes griegos  Las grescas a causa del control del ingreso a las tumbas de los reyes cristianos eran frecuentes entre latinos y orientales, pero los turcos –ahora los verdaderos dueños de Jerusalén– hacían todo lo posible para favorecer a los monjes ortodoxos en detrimento de los latinos y los armenios. Después de todo, el Patriarca griego no dejaba de ser un súbdito del imperio otomano.
Ocurrió entonces que el destino azuzó las pasiones entre las facciones cristianas. Hacia principios del siglo XIX llegó al Santo Sepulcro el monje Castino  de Meteora. Venía de habitar por treinta años en el famoso monasterio llamado Gran Meteoro, en Tesalia. Su aspecto tenebroso, sus ojos de un color negro sucio, los nudos de sus dedos y su impresionante altura provocaron una inmediata fascinación entre los suyos. No tardó en hacerse cargo de la misteriosa sociedad llamada Confraternidad de Hàghios Tàphos, que se arrogaba la custodia del sepulcro de Cristo. Los cófrades se reunían en una cripta en el interior del complejo, donde guardaban un antiquísimo archivo. Castino puso bajo llave a todos los rollos y códices allí ocultos y comenzó a leer, leer, y leer. Su único anhelo era demostrar que ninguna otra iglesia que la griega podía custodiar el Santo Sepulcro. Comenzaba su lectura cuando los monjes se iban a sus aposentos, luego de la cena. Leía hasta que las candelas se extinguían, y así cada noche. De día solo salía para comer y compartir la oración con sus hermanos en el Catholicón. Luego volvía a la cripta y continuaba la lectura.
Una madrugada, mientras examinaba un antiguo documento escrito en francés, Castino sintió que el corazón se le paralizaba, al tiempo que su cerebro le comenzaba a arder cual brasa de carbón. Era una antigua crónica de la cruzada en la que se narraba la gesta de los francos. Uno de los episodios llevaba por título Histoire du chevalier Godfrey et de l'ours Canavar. Espantado leyó y releyó el modo en el que Berengario había obligado a los monjes latinos a enterrar al príncipe envuelto en el cuero de la bestia. Era la gota que rebasaba el vaso. No solo habían profanado el Hàghios Tàphos enterrando a un bandolero lotaringio devenido en rey, sino que aquel cadáver yacía junto con un oso, elevado heréticamente a la regia dignidad de compartir la tumba del monarca. Horas más tarde, los cófrades se reunieron para escuchar el hallazgo de Castino.
¡Herjía! ¡Oprobio! ¡Ignominia! Tales fueron las palabras proferidas por los monjes, junto a otras que nos guardamos por decoro. Lo cierto es que ese día Castino y sus compinches urdieron un plan para purificar, de una vez y para siempre, el Santo Sepulcro. Primero convenció al Patriarca de que había que exhumar los cuerpos y arrojarlos de allí. No solo eso: había que asegurarse de que nadie jamás los encontrase. Luego hizo que el Patriarca lo llevase en presencia del gobernador turco, quien no vivía en Jerusalén sino en la ciudad de Jaffa. Poco importó al funcionario otomano lo que hiciesen con los huesos de Godofredo y su hermano Balduino, sin embargo reparó en la piel del oso.
El gobernador era un coronel del gran ejército turco y conocía muy bien la historia de Kilij Arslan, el sultán de Rüm, a quien consideraba un héroe por su desempeño en tiempos de la invasión cristiana. Por otra parte, su familia se remontaba a la antigua tribu turca de los Oghuz Yiva, que habían conocido tiempos de gloria de la mano de Kilij Arslan.  Haced con los reyes lo que os plazca –les dijo, serio-, pero la piel del animal es propiedad otomana. Traédmela con el mayor cuidado.
Castino y el Patriarca regresaron de inmediato a Jerusalén. Solo faltaba decidir qué hacer con los huesos, luego de quitarlos de la tumba. Fue en ese momento que el monje se atrevió a confesar el plan que había pergeñado: no solo se desharían de los huesos sino también de las tumbas; nada quedaría en Hàghios Tàphos que recordase que allí, alguna vez, fue sepultado un rey latino. 
Una semana después de la visita al gobernador turco, un incendio devastador se desató en la Iglesia del Santo Sepulcro. La desesperación se apoderó de los monjes, de los judíos (que temieron que se los culpase), y de los mahometanos que levantaban sus comercios en el bazar, alrededor de la basílica. En medio de las llamas, el insensato Castino y sus secuaces, arremetieron con mazos sobre las lápidas de mármol verde, profanaron los sarcófagos y extrajeron los restos en medio de la gran confusión reinante. Cuando las llamas fueron extinguidas, nada quedaba de las tumbas de Godofredo y Balduino. Un último registro sobre aquellos monumentos ha quedado testimoniado por la pluma del vizconde de Chateaubriand: “...No quise abandonar el sagrado recinto –escribió entonces- sin detenerme e inclinarme ante los monumentos funerarios de Godofredo y Balduino, que dan frente a la puerta de la Iglesia. Con respetuoso silencio saludé las cenizas de los reyes caballeros que merecieron hallar su descanso junto al gran Sepulcro por ellos libertado...”
Diremos por último que Castino de Meteora no pudo cumplir con la condición impuesta por el gobernador turco, pues la piel de Canavar era ya tan quebradiza que fue imposible separarla de los huesos apolillados de Godofredo. Desapareció de Jerusalén sin dejar rastros luego de esconder aquellos restos en un lugar que permanece secreto hasta el día de hoy.   

Eduardo R. Callaey ©

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