Como una letanía, los grandes conglomerados de medios de
comunicación del mundo –principalmente los occidentales–, repiten una y otra
vez su perplejidad y su alarma ante el avance de los partidos políticos de
ultraderecha, anti-sistema, euroescépticos, etc. que parecen haber aumentado su
poder desde la llegada de Donald Trump a
la presidencia de los EE.UU.
Es cierto que el Make America Great Again o el America first
de Trump suena similar a los lemas de campaña del Frente Nacional de Marinne Le
Pen, o del AfD (Alternativa para Alemania) de Alice Weidel y Alexander Gauland,
o el PVV (Partido de la Libertad) de Geert Wilders en Holanda, o del JOBBIK
húngaro de Gabor Vora. Incluso puede asociarse con tres formaciones que ya
están en el poder: la Liga del Norte de Matteo Salvini, el PiS (Partido Ley y
Justicia) de Andrzej Duda –que gobierna Polonia– y el FPÖ (Partido de la
Libertad) de Heinz-Christian Strache –que gobierna Austria–, por nombrar solo
algunos. Es justamente la llegada al poder de una alianza entre la ultraderechista
Liga del Norte y el partido anti-sistema M5E (Movimiento cinco Estrellas)
de Luigi di Maio lo que multiplicó las
voces inquietas del establishment en estos días. Que, de paso sea dicho, ha
prohibido el ingreso de los masones a cualquier estamento del Estado italiano
Expresiones como “xenofobia”, “política estrafalaria” y
“populismo”, se repiten a diario en los periódicos. Una cohorte más o menos
uniforme de intelectuales liberales y socialdemócratas condena a todas estas
agrupaciones políticas y las subestima del mismo modo que lo hace desde
principios de los 90, cuando la mayoría de los grupos de ultraderecha se
circunscribía a minorías poco significativas, sin chance de llegar al poder. El
problema es que hoy, en algunos casos, estas agrupaciones están gobernando y,
en otros, se han convertido en la principal fuerza de oposición en sus países. De
modo que la prensa que responde al establishment debería preguntarse si basta
con la descalificación para comprender las raíces del problema. La Unión
Europea enfrenta un desafío sin precedentes desde su fundación, mientras desde este
lado del Atlántico los Estados Unidos parecen tolerar a Donald Trump, que
mantiene índices de popularidad que nadie imaginaba. Aun así, la reacción de
los grandes conglomerados de medios en Occidente sigue siendo la burla y la
crítica despectiva. ¿Alcanza esto?
¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Es que gran parte del
electorado se volvió de pronto neonazi? Cabría indagar por qué razón estos
movimientos ganan terreno y amenazan con desequilibrar el conjunto de las
instituciones nacidas en la posguerra y consolidadas luego de la caída del Muro
de Berlín. Pero habría que hacerlo intentando un análisis más complejo y menos
simplista que el que se lee a diario. Veamos cuál es la explicación casi
unánime de los medios (y sus encuestas) respecto de este fenómeno:
El populismo de derechas cala en los desencantados con el
sistema; en los que creen que los poderes centrales (Bruselas, Washington, el
FMI etc.) llevan a cabo políticas perjudiciales para sus países; en los
antiguos polos obreros en donde prende el discurso anti-inmigración por la
llegada de mano de obra barata que se traduce en salarios más bajos y desempleo;
en los sectores más vulnerables y de menor educación.
Es común que la tipificación de los votantes de Trump se
asocie con obreros obesos que tragan hamburguesas, o los del Frente Nacional
con granjeros franceses sin título universitario, o toscos campesinos austríacos
bebiendo cerveza y exhalando un tufillo radical, y así en cada caso. De acuerdo
a las encuestas que estos mismos medios reproducen, a todos los votantes de
estos partidos los une estar en el escalón más bajo de la pirámide educativa (“los
sectores más vulnerables”, que es un eufemismo para referirse a los más
ignorantes). Según esta visión, la élite bien pensante (ejemplo: los demócratas en EE.UU. y los progresistas en Europa)
estaría vacunada contra el neofascismo (“nosotros”, los cultos, progresistas,
libre pensadores y multiculturales), en tanto que los más limitados en su
educación (“ellos”, los burros, iletrados, y fascistas) serían la presa fácil del
discurso del populismo oportunista. ¿Esto es así de simple? Pues más o menos
esto es lo que transmite la prensa. Sin embargo, la cuestión es mucho más
compleja de abordar, siendo su lado más inquietante el miedo.
Los seres humanos seguimos siendo especialmente sensibles al
miedo. Hay una definición muy interesante de la palabra miedo: Es
una emoción caracterizada por una intensa sensación desagradable provocada por
la percepción de un peligro, real o supuesto, presento o futuro o incluso
pasado. Es una aversión natural al riesgo o la amenaza, y se manifiesta en
todos los animales, lo que incluye al ser humano. Lo cierto es que sin miedo, sin un alerta ante
el peligro, simplemente no sobreviviríamos. De modo tal que el miedo ha sido
una herramienta exitosa para el hombre a lo largo de su historia.
Hacia 1994 el historiador francés Georges Duby –asociado a L’École
des Annales, de tendencia filo-marxista, fundada por Marc Bloch–, accedió a mantener
una serie de entrevistas con los periodistas Michel Faure y François Clauss. El
eje de esas entrevistas era comparar los miedos de la gente del año 1000 con
esta otra que ahora estaba por llegar al año 2000. Duby creyó atractiva la idea
de confrontar los conocimientos de un historiador (que conocía mucho acerca del
hombre del primer milenio) con dos periodistas que podían hablar de la
experiencia recogida respecto del miedo de nuestros coetáneos.
“¿Para qué
escribir Historia –se preguntaba entonces Duby– si no se lo hace para ayudar a
nuestros contemporáneos a confiar en el porvenir y encarar mejor armados las
dificultades que encuentran día a día?”. Las entrevistas fueron publicadas en L’Express
y difundidas por Europe 1. Posteriormente dieron lugar a un libro que se
publicó al año siguiente y se tradujo inmediatamente a otras lenguas.
Se decidió que las entrevistas giraran en torno a cinco
miedos: El miedo a la miseria, el miedo al otro, el miedo a las epidemias (recordemos
lo que en 1994 sucedía en torno al HIV), el miedo a la violencia y el miedo al
más allá. Cuando Duby fue interrogado acerca de si advertía, en el seno de la
sociedad actual, una sensación de miedo que pudiera asemejarse a una sensación
de hace mil años, respondió algo muy interesante:
Nuestra sociedad está inquieta. Lo prueba el hecho de que se
vuelve decididamente hacia su memoria. Nunca hemos conmemorado tantas cosas […]
Este apego al recuerdo de los acontecimientos o de los grandes hombres de
nuestro historia también ocurre para recuperar la confianza. Hay una inquietud,
una angustia, crispada al fondo de nosotros.
En el transcurso de una de las entrevistas, los periodistas
trajeron a colación la posibilidad de una irrupción masiva de inmigrantes
provenientes del Este y del Africa y el miedo que ello representa. Duby
respondió que la gran diferencia entre la Europa actual y la de la Edad Media es que en la época feudal no era, como hoy, una zona poco poblada a la que rodeara
un área exterior llena de gente capaz de precipitarse sobre ella. Los europeos
de esos tiempos –decía entonces– jamás se sintieron amenazados por una ola
demográfica.
Duby murió en 1996. No alcanzó a ver el desguace de Irak. Ni
la desestabilización de Libia, ni el reparto de Siria. Tal vez ni siquiera
imaginó que en los siguientes veinte años el número de migrantes en el mundo
alcanzaría más de 200 millones, de las cuales unos 70 millones
recalarían en Europa. Tampoco imaginaba que junto con las continuas oleadas de
refugiados llegaría a Occidente el islamismo radical que irrumpió con atentados atroces. Por
el contrario, afirmaba en una de las entrevistas que Europa Occidental ha
tenido el raro privilegio de no sufrir invasiones exteriores durante mil años.
Respecto de la xenofobia contemporánea, que integra el temor
a una pérdida de identidad cultural, se le preguntó si existía este sentimiento
en la Edad Media. Duby respondió que no; que la Europa del año 1000 era una
Europa joven, en expansión, que se lanzaba al asalto de otras regiones y que
tenía entonces vigor bastante para crear su propia cultura con lo que tomaba de
otras. ¿Hace falta explicar que no es necesario ser un intelectual para
percibir el modo en que hemos debilitado esa capacidad y ese vigor? ¿Por qué
razón el hombre de a pié, la base de la pirámide social, dejaría de sentir
miedo a este otro que viene con su propia cultura cuya fuerza emerge no solo
vigorosa sino con ánimo de apropiación? ¿Qué respuesta han dado las
instituciones europeas a la sociedad, para evitar la enfermedad del miedo al
otro?
Vivimos atrapados en el interés de los mercados, de los
centros financieros, en una indigna concentración de la riqueza, pero
pretendemos que los antiguos polos obreros en donde prende el discurso
anti-inmigración por la llegada de mano de obra barata reaccionen solidarios
con el inmigrante, cuando lo que no dice la prensa liberal occidental es que en
la base de las oleadas de refugiados se encuentra el impulso depredante de las potencias occidentales que ha
hecho de Medio Oriente y de África un infierno invivible.
El obrero tiene miedo de perder lo único que tiene: su
trabajo.
Duby recuerda, con acierto, que cuando en el siglo XII se
produjo el fenómeno del primer gran crecimiento urbano, brutalmente, en los suburbios de las ciudades se
amontonaban los desarraigados. Llegados del campo para aprovechar el
desarrollo de las ciudades, se encontraban con la puerta cerrada. De esa
angustia –dice Duby– nacció un nuevo cristianismo, el de Francisco de Asís,
antepasado de los sacerdotes obreros.
¿Por qué debería reducirse solo a la “poca educación” el
miedo que siente un padre cuando ve a un sin techo en las grandes ciudades y
piensa en el futuro de sus hijos? Cómo evitar la sensación de desesperanza
cuando, los fines de semana, las zonas adyacentes a las cities financieras, se pueblan
de hombres calentando sus manos en el fuego de tambores.
El contraste entre la opulencia en la que viven los
burócratas de las instituciones políticas y financieras y la pobreza en la que
vive gran parte de la sociedad no ha sido resuelto por el modelo imperante. ¿Qué
respuesta a la pobreza ha dado el sistema, con todos sus avances tecnológicos,
con todas sus instituciones económicas, con el impresionante avance en la
capacidad de producir más y mejores alimentos? El miedo a la miseria es un
miedo inevitable, al igual que el miedo al otro diferente, que viene a
arrebatarme el mínimo necesario que me concede el sistema. En ese miedo
descansa gran parte del fenómeno del crecimiento de la ultraderecha europea. Y
si no resolvemos el fondo de la cuestión veremos las consecuencias en el corto
plazo.
La obra citada es: Duby, Georges. Año 1000. Año 2000. La sombra de nuestros miedos. Editorial
Andrés Bello (Santiago de Chile), 1995.
No hay comentarios:
Publicar un comentario