La Tolerancia es un tema recurrente en la francmasonería. Pero, ¿Qué entendemos por tolerancia? ¿Cual es su alcance? Jean François Var, una de las plumas más agudas de nuestra Orden, explica su visión del tema en un ensayo reflexivo y agudo. Estoy seguro de que será de interés para los lectores de "Temas de Masonería". Es un gusto poder publicar su traducción al español, con el recuerdo vivo de nuestro reciente encuentro en Catalunya, donde aún me encuentro.
¿ES LA TOLERANCIA UNA VIRTUD?
Artículo publicado en el blog
por Jean-François Var, el 30 de Octubre
de 2012
Traducción:
Ramón Martí Blanco
La Caridad
Por bien que no desagrade a la vulgata masónica, si la tolerancia
es una virtud, voy a tratar de mostrar que ésta virtud es pasiva y obligada,
que no es perenne, y que por consecuencia que no es una virtud. Lo haré
apoyándome en realidades concretas y no por medio de raciocinios desplegados o
apoyados en el vacío.
Sin que me entorpezca (pero sin embargo sin privarme del placer de
citarla) la famosa ocurrencia de Claudel:
¡ah! la tolerancia, ¡ya hay masones para esto! (por otra parte, hay hoy
todavía más), diré que el lenguaje coloquial ya de por sí nos ofrece
indicaciones útiles. Tolerar no significa en absoluto aceptar, acoger, o
apreciar; significa soportar en mayor o menor grado, más o menos por
obligación. Trasladémonos a la fisiología y tomemos por caso un órgano del
cuerpo humano, el estómago por ejemplo. Se puede decir que el estómago ha
tolerado bien (o mal) tal o cual alimento, medicamento, tal acto médico, como
pueda ser la introducción de una sonda. El aspecto pasivo o más o menos
obligado es aquí patente. Y esta tolerancia es además limitada en su duración y
en sus proporciones. El modo de existencia de un órgano –sea cual sea- es
preservar intacta su identidad,
impedir que sea alterada, que de un
modo u otro devenga otra, lo que corre el riesgo de ocurrir si se produce la
intromisión de un elemento o cuerpo extraño.
En este caso se desencadenan mecanismos de defensa, como es el caso del proceso
de inmunidad. Y la tolerancia llega necesariamente a su fin de dos maneras
posibles, y únicamente dos: o la asimilación (por digestión, etc.) o la
expulsión por rechazo. De este modo, si se quiere que un cuerpo extraño
permanezca en el medio por medio de un injerto o trasplante (de un órgano o de
un material, como pueda ser un corazón artificial, etc.) es preciso aniquilar
estas defensas naturales para instaurar una tolerancia forzada (de ahí el
riesgo real de fracaso). Lo que vale para todos los órganos vale también para
este conjunto de órganos, siendo él mismo un gran órgano, que es el cuerpo
humano. Si por desgracia éste cuerpo extraño no puede ser quitado o expulsado
(por ejemplo la metralla, o cualquier otro objeto intruso), entonces el tejido
empieza a disgregarse a su alrededor, produciéndose la gangrena. Y si no se
interviene para amputarla, para separar del cuerpo el miembro que se le ha
convertido en extraño, indeseable y
peligroso, entonces es el cuerpo entero el que se desorganiza, que cae hecho
trizas. Esto fue lo que le sucedió al desafortunado rey Luis XVIII poco antes
de su muerte…
Podemos ver fácilmente como todo cuanto acaba de ser dicho es
trasladable palabra por palabra a este órgano particular que es la sociedad
humana. Toda sociedad humana, sea cual sea ésta, funciona en caso de
intromisión de elementos extraños de acuerdo al proceso de tolerancia-asimilación
o tolerancia-rechazo, por la buena y simple razón que es un proceso natural y
que la sociedad humana es ciertamente un cuerpo social pero también un cuerpo
natural, gobernado por las leyes de la naturaleza. Y al igual que existe en la
naturaleza fisiológica un umbral de
tolerancia a partir del cual se desatan los mecanismos de defensa, existe
del mismo modo en la naturaleza sociológica, como lo ha demostrado Alfred
Sauvy, que ha evaluado alrededor de un 10% de la población de un grupo social
determinado que se comporta como un organismo; más allá de este umbral de
asimilación se hace imposible y entonces se desencadena casi inevitablemente el
mecanismo de rechazo.
Quizá se me pueda decir que esta concepción organicista es salida de los escritores contra revolucionarios, en
particular de Bonald. Puede que si. Pero por bien que esté fundamentada en una
constatación empírica de las realidades, tiene todas las probabilidades de ser
mucho más adecuada que la racionalidad pura, que se comporta a menudo como el
mito del lecho de Procusto.
En efecto, todas las sociedades en todas las civilizaciones y en
todos los tiempos han poseído siempre constituciones orgánicas. El individuo, el hombre aislado, es inconcebible, ya que
no existe. Lo que existe, es el hombre
en condición, existente y explicable por la multitud de pertenencias que son
las suyas y lo vinculan, lo religan
(la religión es una de estas pertenencias) a órganos u organismos anclados en
la vida real, la cual no puede desarrollarse independientemente de ellos, y que
en absoluto son concebidos y puestos en práctica en la abstracción teórica,
como la mayor parte de aquellos que segrega en nuestros días la inventiva
administrativa. En la antigua Francia, el hombre no existía con independencia
de toda una serie de redes que lo ligaban a órganos vivientes como son la
familia, no la familia mononuclear de nuestra época, sino la familia entendida
a lo largo del tiempo (el linaje) y en el espacio (el parentesco); su oficio,
organizado a su vez en cuerpos o corporaciones; su parroquia, dependiente de
este gran cuerpo, el primero del Estado, que es la Iglesia, subdividida ésta
por su parte en multitud de cuerpos subalternos; su comunidad, compuesta a su
vez en diversos cuerpos u organismos; el Estado finalmente, es decir el rey y
el reino, con a la vez también todos los cuerpos que concurrían a la
administración. Y ésta multiplicidad, ésta prodigalidad orgánica, establecía
entre todos sus componentes estrechos lazos de solidaridad que no distendían
los conflictos que inevitablemente se producían, pero sin jamás cuestionar esta
fisiología de la sociedad. Nada era más extraño a esa sociedad que la “lucha de
clases”.
Añadamos, lo cual no es anodino, que todos estos cuerpos poseían
sus usos y costumbres, leyes escritas y no escritas que le eran propias (como
era el caso de los “privilegios”, privae
leges, leyes particulares), que ninguna potencia puede abrogar sin el
consentimiento de aquellos que rigen estos privilegios (lo cual nunca se ha
dado). Tal fue el caso, aunque el ejemplo no es el único, del ducado de Bretaña
cuando su reunión a la corona de Francia por Francisco Iº. Todo esto aportaba
serias limitaciones al poder pretendidamente absoluto del rey, por mucho que
fuera Luis XIV, poder que en realidad era notablemente menor que el de un
presidente de la Vª República.
¿Había pues –en este contexto- necesidad de tolerancia? En esta
configuración, no había lugar para ella.
Se me puede objetar la cuestión religiosa. Es preciso contemplar
el asunto de cerca, ya que da lugar a multitud de ideas falsas, a muchos
contrasentidos que desgraciadamente han florecido, en particular, en la
enseñanza pública; y en cuanto a la prensa, no hace falta ni hablar…
La noción de tolerancia en materia de religión era totalmente desconocida,
no solamente en la antigua Francia, sino también en todos los países de Europa
y América de la época moderna. Era desconocida porque simplemente era
inconcebible. En efecto, la religión era por así decirlo la base y columna de
la sociedad, en Francia como en otras partes, el principio orgánico de unicidad
hacía necesaria la existencia de una fe única. Es por lo que aquellos que se
sustraían a ésta fe única eran considerados y castigados como enemigos de la
sociedad. Este fue el caso de los cristianos en el Imperio romano antes de
Constantino, al igual que los cátaros o albigenses en la Francia meridional en
los siglos XII y XIII, como así mismo en el siglo XVI en el caso de los
protestantes en países católicos y los católicos en países protestantes.
Tal era la regla. Las realidades obligaron a aportarle
modificaciones. De este modo en Alemania, el emperador Carlos Vº, consciente de
la imposibilidad en que se encontraba de reducir el protestantismo tras quince
años de conflicto, se resignó, mucho más realista de lo que se ha dicho y en
todo caso mucho más que su hijo y sucesor Felipe II, a concluir en 1555 la paz
de Augsburgo. ¿Fue ésta una paz de tolerancia, una paz de libertad
religiosa? De ninguna manera, nadie la quería. En todo caso procuró una yuxtaposición
de intolerancias. En virtud del principio cujus
regio ejus religió, todos los sujetos de un príncipe soberano, sin
excepción, estaban obligados a abrazar la religión de dicho príncipe.
Lo que era aplicable a Alemania, conglomerado de distintas
centenas de principados, no lo era en modo alguno en Francia, país unitario. De
donde las guerras de religión, que duraron treinta y seis años, y arruinaron el
país por completo. ¿Quid entonces del
edicto de Nantes, firmado el 13 de abril de 1598 y promulgado a continuación,
no sin encontrar numerosas resistencias? ¿Fue este un caso de tolerancia, como
se ha dicho con demasiada ligereza? En ningún caso. Fue un edicto de pacificación entre beligerantes, que uno
no había podido aplastar al otro, edicto que exigía el olvido por una y otra parte
para apaciguar el reino, e impuesto por un rey que fue quizás el más pragmático
de todos los soberanos franceses. Edicto que suscitó la cólera de los excitados
de ambos campos, apelando muchos de ellos al asesinato del rey (habiéndose
convertido el regicidio en lícito entre los teólogos extremistas de ambos bandos);
y según investigaciones recientes, no sería del todo excluible que la muerte en
1610 estuviera en relación con ese hervidero de odios religiosos.
Fuera como fuere, la tolerancia no tenía parte alguna en el edicto
de Nantes. Llegó en todo caso a organizar, si se quiere, la “coexistencia de
dos intolerancias”, y esto en el seno de un solo y único reino, a diferencia de
Alemania. Coexistencia por otra parte desigual, ya que los protestantes (por
tanto, antiguos correligionarios de Enrique IV) no tenían derecho a su estado
civil, no siendo admisibles a los principales empleos (hubo excepciones
brillantes, como la de Sully) y si el culto les era autorizado, lo era en
localidades o castillos limitadamente enumerados y con exclusión de París y los
sitios de residencia de la corte.
En el espíritu de los tiempos que acaban de ser descritos, era una
situación híbrida y provisional que solo acabaría con la conversión final de
todos los protestantes. Francia era el único país de Europa, a excepción del
caso particular de Alemania, que admitía el dualismo religioso, y esta
situación era percibida por todos como una anomalía antinatural. Es por lo que
cuando en 1685, Luis XIV, abrogó el edicto de su abuelo, lo fue con el aplauso
general de todas las clases de la sociedad –a excepción evidentemente de los
interesados. Lo que a nuestros ojos aparece hoy como un gran error político del
reino, era al contrario saludado como una vuelta a la regla y a la norma: punto
de disparidad en un cuerpo social donde lo religioso y lo político eran
indisociables aunque distintos, punto de cuerpo extraño.
Cuesta mesurar hoy la distancia abisal que separa ésta concepción
a que nos hemos referido, de la concepción multisecular de la sociedad, que
prevaleció y prevalece todavía desde la revolución de 1789. No hay más que leer
el título de la Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano. He aquí el individuo, el hombre
liberado de todos sus condicionamientos: el hombre en sí, el hombre sin cualidades, un ser de razón, un ser irreal.
Ese viejo reaccionario que fue Taine se burlaba diciendo, que este hombre de la
Declaración era como nacido huérfano y muerto solterón… “Los hombres nacen y permanecen
libres e iguales en derechos”. Petición de principio. Las dos cualidades son
antinómicas, como lo señaló Soljetinsin, y el juego de contrariedades incluso
de antagonismo entre libertad e igualdad ha gritado y continua gritando toda la
historia política y social de Francia.
Luego, en definitiva ¿la tolerancia ha sido proclamada? En
absoluto. Se afirman derechos positivos, como la libertad de opinión y la
libertad de expresión, pero en los límites prescritos por la ley, expresión de
la voluntad popular. ¿Qué necesidad hay de la tolerancia, si no queda lugar
para ejercerla? Y en efecto, ella no se ejercerá, puesto que los sacerdotes y
obispos dichos refractarios o no juramentados, aquellos que rechazaron prestar
juramento a la constitución civil del clero de 12 de julio de 1790, fueron
acorralados, perseguidos, encarcelados, deportados o muertos… Su rechazo a
jurar representaba un atentado a la unidad de la sociedad; como era el caso
para los primeros cristianos en el imperio romano. Y si, la Francia revolucionaria
obedecía, en despecho de lo proclamado en su declaración de principios, a las
reglas naturales de defensa de un organismo agredido y que se defiende por la
intolerancia. A continuación vinieron todos los elementos reputados como
extraños al organismo revolucionario: el rey, la reina, los aristócratas, los
agitadores, los contrarrevolucionarios, y todos los “enemigos del pueblo”,
hasta e incluyendo al mismo Robespierre. En resumen, la revolución francesa
llevó, en nombre del pueblo, la intolerancia a su colmo, y su ejemplo fue poco
más de un siglo más tarde imitado y amplificado.
En suma, la tolerancia no
estuvo jamás boga bajo ningún régimen; y ¿por qué? Porque no es natural. Es en todo caso un mal menor, a la espera de algo
mejor… o peor.
Ahora bien, hay algo mejor a
ofrecer, y son las enseñanzas de Cristo que ofrecen, ese mejor (he de llevar el agua a mi molino!) es el amor fraternal. Quedando bien entendido
que el amor fraternal no debe limitarse a la familia, a la hermandad; tampoco a
esa familia extendida que es la fraternidad masónica, si no que debe englobar a
todos los hombres, que son todos hermanos porque son todos hijos del mismo
Dios, incluso si estos no lo saben e incluso si no creen en Él. Y como entre
los hermanos se cuenta también con hermanos enemigos, Cristo añade a esto el
amor a los enemigos.
El amor a los enemigos, por
ejemplo el amor a los islamistas… ¡diablo! (y yo no pronuncio este nombre a la
ligera)… aunque sea terriblemente difícil, casi imposible. Es justamente por esto
que es una virtud; ya que una virtud fácil, sería una engañifa. Es la más
heroica y más perfecta de las virtudes, ya que es ella la que puede, en la
práctica edificar un hombre perfecto. Y ¿qué es un hombre perfecto? Es un
hombre deificado, conforme a los
designios eternos de Dios. Un hombre convertido en partícipe de la naturaleza
divina, como dice el apóstol Pedro en su primera epístola, un hombre devenido
por la gracia a lo que Dios es por naturaleza. El amor a los enemigos es un
instrumento más eficaz entre todos los de la deificación. Es un instrumento
temible ya que más que ningún otro mortifica el ego. El amor a los enemigos es
un amor divino, el que ha manifestado
Cristo clavado en la cruz; es este amor que
deifica ya que te hace semejante a Cristo como lo fue Esteban cuando su
lapidación.
El apóstol Pablo, pedagogo
más que ningún otro, dice en substancia esto (yo lo traslado): el Señor os ha
dado este mandamiento, al que hay que conformarse, pero que queda casi fuera de
vuestro alcance. Pero yo os aconsejo ir a él progresivamente; para empezar,
soportaos unos a otros… ¡he ahí la tolerancia!
Pero él añade una palabra,
una simple palabra que lo cambia todo: “en el amor”, en latín in charitate, en griego en agapé (Efésios 4, 2). La tolerancia,
para convertirse en una virtud, debe cambiar de naturaleza, ella debe ser
colmada, y por así decirlo, transfigurada por el amor.
El amor, o la caridad (es la
misma palabra) es el motor universal. Es un brasero ardiente. Pero, como todo
hogar, tiene necesidad de ser alimentado. Y ¿por qué? Por la fe y la esperanza.
Encontramos aquí la trilogía paulina de las virtudes dichas teologales porque
vienen de Dios y llevan a Dios.
Dejemos pues de invocar esta
miserable tolerancia, ¡loemos y proclamemos el amor fraternal!
…No obstante, espero que
hayan tolerado mi charla!...
30 de octubre de 2012
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