Comparto con ustedes, mis Hermanos, una evocación y algunas reflexiones sobre esta fecha tan cara a todos los masones. Tres siglos de existencia nos unen en el devenir de la historia, sin embargo la tradición en la que abrevamos se remonta por siglos hasta aquellos que erigieron los pilares sobre los que descansa nuestra cultura. Cualquier intento de desconocer estas raíces será vano, sin remedio.
En el año 1717, en una bulliciosa taberna de los
suburbios de Londres, tuvo lugar una cena que cambiaría el curso de la
historia. Los hombres allí reunidos provenían de las logias de constructores con
asiento en la propia ciudad. Pudiera imaginarse que todos aquellos individuos
eran rústicos albañiles, con los nudillos de sus dedos deformados por los
golpes del mazo, curtidos por la intemperie y con la piel percudida por la
argamasa. En parte era así.
Algunos de ellos habían trabajado en la
reconstrucción de la catedral de San Pablo, destruida por un incendio hacia
fines del siglo XVII. Otros recordaban las grandes obras que habían construido
en su juventud, cuando todavía se erigían palacios al estilo del gran
arquitecto Paladio en los barrios ricos de la ciudad. Pero entre los rudos
albañiles se mezclaba otra clase de hombres. Se distinguían por su vestimenta y
sus modales. Se parecían a lo que hoy podríamos llamar intelectuales y discutían airadamente entre sí y con los canteros
como si nada los separase, urgidos todos por un mismo problema. Incluso se
observaba algún acalorado hombre de noble cuna, entremezclado en el debate,
dispuesto a imponer sus opiniones en medio del griterío. ¿Qué clase de asamblea
era esta? ¿Quién los había convocado? ¿Qué extraña asociación podía reunir en
una taberna inglesa de principios del siglo XVIII a artesanos, burgueses,
filósofos y nobles?
Según parece era habitual que los masones se
reunieran en las tabernas. De hecho, las logias convocadas a la reunión se
diferenciaban entre sí por su nombre, que respondía al de otras tantas tabernas
en las que tenían su asiento.
Los masones de Londres y de toda Inglaterra tenían
fama de buenos bebedores, amantes de los banquetes y de las discusiones a
puertas cerradas, a cubierto, como
ellos mismos decían –Lucía Galvez dice, con acierto, que aquellos masones
estaban más cerca de la figura de Falstaff que de la de Sarastro–. Se comentaba
que colocaban a un guardián en el tejado (de allí que tomara el nombre de tejador) que arrojaba piedritas por el
desagüe pluvial si alguien ajeno a la cofradía
se acercaba al recinto en donde se llevaba a cabo la tenida. Las piedritas
provocaban un ruido parecido al de la lluvia escurriéndose por la cañería,
entonces los que estaban deliberando sabían que alguien se acercaba y ocultaban
sus secretos. Pero ¿Qué clase de secretos ocultaba una sociedad integrada por
toscos albañiles, ilustres científicos y acaudalados caballeros?
El rumor hablaba de ceremonias sospechosas, de
hombres encapuchados, de conocimientos prohibidos a las buenas gentes. No
estaba claro qué clase de alquimia, de magnetismo natural, de misterios de la
botánica y la medicina se traficaba en el seno de las logias. Pero lo cierto es
que ya no era como antaño. Los masones ya no se dedicaban a erigir catedrales
ni abadías. La época en que las ciudades competían entre sí por la catedral más
alta había concluido... A Dios se lo empezaba a buscar en otra parte.
Tampoco se construían castillos. Las bombardas, los
cañones y los ingenios militares hacían perder efectividad a las antiguas
murallas, que habían dejado de ser inexpugnables. Desde el advenimiento de la
pólvora hasta el muro más ancho y cimentado podía caer como una torre de
naipes. La guerra había cambiado.
Muchos masones habían emigrado a Escocia, en donde
todavía se construía con dinero de la Iglesia y los monasterios permanecían
fieles a Roma. Pero en Inglaterra había cambiado todo, comenzando por la Fe.
Las logias habían visto disminuido su trabajo y los masones peregrinaban entre
obras menores y la bucólica espera del final de la Era de la Piedra.
Estos masones ya no recordaban el día en que las
logias comenzaron a poblarse de hombres ajenos al oficio. Habían llegado con
sus conocimientos mágicos, con sus experimentos empíricos, dispuestos a
arrancar sus secretos a los números y a las proporciones. Estos otros hablaban
de un Templo simbólico -no de piedra sino de materia etérea, invisible- erigido en un plano ideal al que el hombre podía
llegar con el esfuerzo de su mente y la mortificación de su naturaleza terrestre. Se los conocía con el nombre
de rosacruces y eran numerosos entre
los masones. El propio sir Isaac Newton parecía haber pertenecido a este
extraño grupo. No sólo los místicos, sino hasta los hombres de la política -tan
convulsionada en aquellas décadas- habían encontrado asilo en las logias. En
1717 los albañiles ya no eran mayoría.
Pero no todos los albañiles de Londres veían con
buenos ojos a estos hombres ajenos al oficio.
¿Qué hacen entre nosotros –se preguntaban- estos delirantes deslumbrados por un
saber prohibido que ofende a Dios y enceguece el alma? El conflicto estaba
instalado desde hacía tiempo. Los aceptados
–que es el nombre con el que se conocía a los masones que no pertenecían al
gremio de los albañiles- tenían claro que los días de las logias, tal como se
las había conocido, estaban contados. Ya no se construía en piedra a gran
escala y tarde o temprano no habría a quien enseñarle los secretos de la
construcción de arcos, bóvedas y arbotantes. Las técnicas habían cambiado, los
planos se publicaban, los manuales sustituían a la tradición oral. ¿Qué esperar
entonces? Había que reconvertir al gremio, perpetuando la tradición que, en
verdad, se remontaba a un pasado que los propios albañiles habían olvidado.
La reunión convocada había sido propiciada por los
aceptados. Querían constituir una Gran Logia, un gobierno central que federara
a las logias de Londres y les diese un Estatuto común en el que se explicara el
objeto y sentido de la antigua fraternidad, se fijaran los antiguos linderos y
se estableciera, definitivamente, el carácter de aceptados a los masones ajenos al oficio.
Planteada la cuestión estalló
una violenta discusión. Algunos representantes de logias abandonaron
intempestivamente la reunión. No reconocerían la autoridad de los aceptados ni estaban dispuestos a
claudicar sus usos y costumbres. Pero cuatro logias permanecieron firmes y se
constituyeron en asamblea. Aquella noche quedó conformada la Gran Logia de
Londres. La Historia tendría desde ese día un protagonista inesperado, el
factor menos pensado, una organización que, en apenas un siglo, contribuiría a
cambiar el mapa geopolítico del mundo.
Podríamos discutir in eternum acerca de si corresponde o no
a aquellos ingleses la partida de nacimiento de la masonería moderna. De hecho
he escrito frecuentemente sobre el “mal de las cronologías” que afecta a los
masones. Lo que no podemos discutir es que la expansión de la Orden –a partir
de la creación de la Gran Logia de Londres– representa un fenómeno sociológico sin
parangón en la historia moderna y contemporánea. Podríamos discutir también
acerca de si corresponde hoy hablar de la masonería o las masonerías. Mis amables lectores y mis Hermanos saben qué opino
al respecto; pero ya sea una o muchas, la masonería ha sido el instrumento más idóneo
para reunir los arquetipos más trascendentes de Occidente y una formidable
herramienta de penetración cultural.
Pero a su vez, la masonería
especulativa conformó un inmenso reservorio de tradiciones que mantuvieron y
mantienen viva una de las instituciones más antiguas del género humano: La
Iniciación.
Sería bueno reflexionar acerca
de qué está ocurriendo en torno a la institución de La Iniciación; de tratar de
comprender cómo y por qué una creciente corriente de masones se empeña en
quitar peso al corazón iniciático de la francmasonería reduciéndola a una
expresión socializadora creada a partir del fenómeno burgués. En esta cuestión
radica el más agudo y urgente desafío que enfrenta la Orden, a 300 años de su
estructuración actual.
Saludo a todos mis Hermanos
esparcidos por la faz de la Tierra, cualquiera sea su Rito, su Obediencia y su
condición, y hago votos para que el próximo siglo nos encuentre más unidos, en
una inmensa Cadena de Unión, trabajando a la Gloria del Gran Arquitecto del
Universo.
La imagen representa a Tom the Builder, el personaje creado por Ken Follet en su obra "Los Pilares de la Tierra". Los créditos son de Deviant Art.
Es muy importante, asi el lector puede enterarse que es la masoneria., muy bueno.
ResponderEliminarGracias por tu comentario.
EliminarMuy interesantes tus reflexiones mi Querido Hermano. Comparto tus palabras íntegramente y uno mis votos al tuyo en la consecución en el próximo siglo de una Unión sin Fronteras en la Construcción de la Gran Obra a la Gloria Del Gran Arquitecto Del Universo en bien de la Humanidad.
ResponderEliminarmuchas gracias, Q.·.H.·. Freddy, por tus comentarios. Un afectuoso TAF
ResponderEliminarLa esencia de nuestra orden radica en un sentido humano y generoso constante amor a todo lo que existe en nuestro planeta. Es mi deseo felicitar a todos los masones esparcidos por la faz de la tierra. En 300 años todavía hay mucho que aprender y entregar a nuestros semejantes. Aun tenemos que aprender que todos somos seres humanos. No importa raza o color. Los idiomas del mundo son diferentes, el idioma de la masoneria es universal. Todos somos iguales y tenemos las las mismas obligaciones y derechos, hacer un objetivo común, la humanidad para la humanidad, educarnos todos para un mundo mejor, os envio un saludo de paz, amor y prosperidad. L.:I.:F.:
ResponderEliminarGracias Q.·. Hermano. Un fraternañ abrazo
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